Comenzaba a caer la obscuridad sobre las techumbres endebles, un mal presagio se venteaba sin necesidad de agudizar el olfato, o era el olor a estiércol desprendido de las fosas hediondas en el último rincón de los patios de las casuchas recientemente improvisadas, se mezclaba con el aroma a petate quemado que crecía al mismo tiempo que la luz del día se perdía en la loma del cerro, donde se había fincado la colonia Libertad.
Podían verse las sobras dibujadas en los rostros imprecisos, que asomaban la mirada minuciosa por los huecos de las ventanas, algunos con la mano sudorosa apretando la cacha, y el dedo nervioso sobando el gatillo sensible de una pistola. Uno de tantos era el Nico: flacuchento, prieto como el techo de lámina que lo tapaba; tenía trece años. Se juntaba con los que ahora eran sus nuevos amigos, los de la calle 15 le habían dado la función de grafitear paredes.
El Nico estudió hasta primero de secundaria, ahí conoció a algunos compañeros que se dedicaban a entibiar las bancas del salón de clases, porque no pasaba mucho tiempo para que abandonaran poco a poco las aulas que se iban quedando vacías, huecas de esperanzas, como las calles que los habían llevado a desear un futuro mejor; era la chispa que pronto se sofocaba. En las esquinas circundantes de la escuela se paraban los cholos, los más grandes, a presumir sus alhajas, a enseñar los fajos de billetes, con el carrujo entre los dedos en un aire de superioridad y, así, tentar la ambición naciente de los que comenzaban a expandir la mirada: por donde voltearan lo mismo, y no había forma de presentarles una perspectiva diferente.
Esa noche para el Nico sería su primer enfrentamiento. El jefe de la banda le dio un garrote que caló con las dos manos; se le marcó en los brazos, las venas y los músculos correosos.
Recién pintaba la noche, en la obscuridad salieron de la choza guiados por su líder, quien era seguido por un rastro de cuerpos tenebrosos y enclenques de muchachos decididos, enmudecidos. Para encontrarse con los cholos de la 10, quienes se sentían dueños del aire caliente que recorría el temor de los habitantes y de las zonas con mayor venta de yerba. Se oyeron los portazos de los vecinos asustados, al unísono con el eco rasposo de las piedras rascando la tierra seca a una velocidad estrepitosa, eran cientos de pasos desfilando hasta encontrarse en un choque de sombras desfiguradas por las luces pálidas de los pocos focos incandescentes.
La penumbra arrojó tronidos de algún balazo de las pocas pistolas que se podían conseguir, de pedradas encajadas en la carne y trancazos clavados en los huesos.
El Nico demostró su barbaridad, la adrenalina se le escapó como estela de bruma, en el semblante se le entiesó un gesto pintado por la furia y el miedo. Aventó garrotazos hasta que colisionó en la dureza; sintió el palo tieso ablandarse en el cráneo roto de un sujeto que se acercó amenazante, en un instante el garrote se le volvió una esponja que absorbió hasta la masa encefálica, arropado por la tibieza de la sangre desprendida. El Nico observó el cuerpo derramado sobre la tierra protectora, después arrancó despavorido por el mismo camino que lo escupió a la trifulca. Pronto le dio alcance su jefe, lo encontró agazapado y jadeante, recargado en un ciruelo paludo afuera del jacal del que habían fraguado esa noche. Le dijo que había matado a uno de los chingones, que se fuera a su casa.
El Nico se fue, zigzagueando entre los toldos, con el miedo teñido en los ojos, resoplando y con los vellos de la espalda erguidos, la luz grisácea de las lámparas en los postes soltó a lo lejos la tira de una sombra humana engullendo las piedras sueltas, frotadas por sus huaraches de tiras de cueros y suela de llanta. Penetró en la cueva negra de su casa, quedamente, para no despertar el rechinido de la puerta de lámina al sobar el suelo, con la prisa en las manos agrietadas y sucias. Se escondió debajo de su catre de jarcia, su mente enloquecida repasó las escenas violentas como un torbellino, se abrazó las piernas para sacudirse la negrura de la conciencia que lo invadió, con la mandíbula temblorosa apretada contra las rodillas y el corazón en las manos, escapándosele.
Al día siguiente, el destino ineludible con sus diferentes talantes le aguardaba impacientemente.
Erika Cháidez
Nací en Sinaloa, crecí en la ciudad de Culiacán en la época de las balaceras que arrullaban toda la noche. Estudié Ciencias de la Comunicación y Relaciones Públicas en Los Mochis, Sinaloa. En 1999 migré a la Ciudad de México, en 2011 a Valle de Bravo donde escribí una biografía novelada que ganó el concurso de Premios Demac 2012. Estudié el Diplomado en Creación Literaria en el CCLXV, Literatura Mexicana en la UAM, así como varios talleres de creación literaria y otras disciplinas.