Siempre hay un día siguiente, ¿pero sabemos realmente cómo será? La alarma la sentimos con el tintineo de nuestros dientes al paso del viento que nos hace querer abrigarnos. Quizá nos sentimos perdidos, rotos, confundidos. Yo le llamo invierno.
Esos días donde todo podría ser negro y nos pasamos tendidos en la cama cubiertos de nostalgia y de un dolor –quizá no tan pequeñito– que carcome lentamente las calles, las horas, las ganas de volver a empezar.
El tiempo, enemigo o aliado, nos deja una esquina visible de recuerdos que a veces duelen y otras veces sólo pasan de largo. Sufrimos el frío, nos quema la piel, nos asusta el día siguiente. Desde ahí vemos todo, nos quebrantamos el retroceso. Pero sólo es hasta que decides preguntarte cosas que nunca antes pudiste y, claro, te respondes, cuando por dentro cambias de estación.
Llegan las flores, las hojas caídas, los sentimientos que no se pueden disfrazar. Honramos cada uno de ellos y los nombramos en voz alta para que se escuchen y, quizá, en el camino puedas contagiar a alguien, abrazarles desde tu soledad compartida. Porque es justo ahí donde pasan las cosas: La distancia, el “por fin”, las guerras internas, la victoria, el amor, claro, el amor.
Entonces miras a tu alrededor y no buscas esconderte, porque la primavera lleva todos los otoños encima y entiendes que ya no te quieres ir porque has descubierto que todo se arregla. De pronto el silencio del verano en la ciudad se rompe con risas sinceras de todos aquellos que han optado por la complicidad. No lo notas, pero cuando crees que ya no puedes más, puedes más. Buscas, escuchas y aprendes desesperadamente desde las preguntas y no desde las certezas. Porque nunca estaremos solos del todo y con eso basta para querer encender la luz de adentro.
De un momento a otro, sin saber cómo pasó, ya te has quitado la piel porque atravesaste el dolor hasta desgastarlo. La guerra trajo consigo pedazos que te demostraron quién eras y no tuviste miedo de acariciarte con las manos temblorosas. Así te quedaste: Desnudo, tiritando, solo en medio del frío.
Por eso decidiste volverte a ver cuando te faltó el aire, porque te entraron unas ganas enormes de abrazarte y entendiste que el invierno no solamente llega cuando alguien se va, sino cuando tú eres tu propio espacio en blanco. Podrías llenar ese vacío con alguien más, pero no, no eres tan cobarde. Así que te reclamas por no estar preparado para el otoño infinito, llenas hojas como ejercicio de auto convencimiento. Lo malo también se acaba, el frío también se va.
Te sientes bien, sonríes, hace calor. Amanece y te puedes sostener. Sin embargo, sigues corrigiendo tu reflejo por las noches y te odias por no saberte entero. Vuelves a casa para ver la lluvia desde adentro y te das cuenta de que ya nada falta, tienes adentro todas las flores.
Eso que ves frente al espejo es tu reconciliación, tu amuleto contra todo. Empezaste con el frío y terminaste con dolor en los huesos, pero sin abrazos falsos. Otra vez invierno y tú ya has florecido.
Para citar este texto:
Olivares, Alejandra. «Otra vez invierno» en Sinfín. Revista Electrónica, no. 25, año 5. México, mayo-junio 2019, p. 27. ISSN: 2395-9428: https://www.revistasinfin.com/revista/ |
Alejandra Olivares
Escribir es mi manera de examinarme cada día, romperme por dentro y localizar qué parte del cuerpo me arde: si enciende o quema. Es mi manera de amarme, de comunicarme conmigo y con otros; de ayudar y pedir ayuda, de sentirme en bucle y en voz alta. Soy co-creadora del proyecto Textos Cortos Desde el Manicomio, donde difundimos el talento de otras personas y el nuestro. También colaboro en Lunatura y en el Colectivo “Letras y Poesía”.