Perros semidormidos bajo el sol

De toda la bola, yo era la única que notaba su presencia. Dani y sus chucktaylors y una gorra negra hacia atrás. Era más chico que nosotros pero el pelo largo, como el mío, lo hacía verse mayor y, la delicadeza de sus movimientos, un poco femenino. Habías varios nuevos, sólo él llamó mi atención.

Una mañana salí temprano de la escuela y me lancé sola al parque a ver si de pura casualidad me lo topaba. Ahí estaba. No me dieron ganas de hablarle, pues se veía a gusto a solas, estaba despojado de esa presunción que nos gana a todos cuando sabemos que nos están viendo, hacía sus ejecuciones suavemente. Me quedé viéndolo un rato más. Bajaba bien sus trucos con una mini Natas Kaupas asombrosa. Yo conocía esa marca en videos pero nunca había tenido una en la suela de mis pies. Es probable que ni siquiera la vendieran en México. Por los accesorios que usaba, Dani tenía pinta de gringo. Lograba un ollie, luego el grind, y se derrumbaba. Otra vez, un ollie, un grind y suelo. Pero sabía caer bien: ordenaba cada parte de su cuerpo antes del golpe.

—Eres bueno —le dije, acercándome a él. Olía a loción y sudor.

—Hola —me mostró Dani la palma negra de polvo como saludo.

—¿Sí sabes qué hace a un buen skate? —pretendí enseñarle lo único que sabía. Lo había aprendido en un vídeo sobre la vida de Linda Benson, la abuela de la patineta, quien había sido primero surfera…

—¿Es un chiste o algo? —respondió. Seguía nervioso. Como si no estuviera acostumbrado a hablar.

—Un buen skate evita el dolor.

—¿Y eso cómo se hace? —dijo con los ojos sobre las rodillas rojas de raspones. Era un patineto entregado: lucía en el cuerpo heridas recientes.

—Haciéndolo bien.

Éramos muy chicos para ponernos así. Pero ahí estábamos, siendo testigos del comienzo de algo que aún no sabíamos qué era. Decíamos frases grandilocuentes, como las que se dicen en los inicios.

Con Dani conocí que la soledad puede ser un estado de ánimo, y que, así como los estados ánimo se instalan en nosotros un día y luego se van, la soledad podía ser intermitente y natural. Dani había patinado solo durante varios días en este parque: “Lo chido del skate es que nadie puede patinar por ti. Eres tu propio equipo”. Cada vez que hablábamos confirmaba que había sido una buena idea acercarme. Él no lo habría hecho. Y en eso no había nada parecido a la soberbia. Era sólo que Dani estaba triste por lo que le acababa de pasar meses atrás. La tristeza le había hecho pensar que no era bueno en el patín: “Antes de conocerte, venía solo a practicar”. Llevaba apenas unos días en el país, y se quedaría poco tiempo. Vivía con su madre en Pasadena. Estaban de paso por aquí para unos trámites que la señora debía hacer. “No soy bueno”, insistía.

—¿Qué tranza con tus chucktaylors? —nadie usaba ya esos tenis. Todos habíamos sacrificado la comodidad por estar a la moda y nos poníamos unos casta. Una marca mexicana de corte vacuno, suela vulcanizada, viguería de refuerzo y entretela poliflex. Lo único malo es que no tenían modelos para mí, como si las mujeres no patinaran; lo bueno es que como tenía grande el pie me venían los más chicos de hombre, del 23.

—Voy empezando —dijo Dani casi resignado.

—No eres nuevo.

—Soy nuevo en el street.

—Pero si bajas unos trucos bien chidos.

—Soy mejor en la alberca.

—¿Nadas?

Era obvio que Dani no era un nadador sino un verticalero. Hacía de las suyas en las albercas. Entonces supe que había nacido en Estados Unidos. Pero aquí y allá, patinar una alberca era ilegal. Él podía hacerlo porque era suya. No era rico: del otro lado hasta el más jodido tiene piscina. Pero no todos la usan de pista. Su padre mexicano había sido soldado y su madre, gringa, costurera, ahora jubilada. Así pues el chico se rompió la cara solo mientras aprendía a dominar las curvas de su pequeña laguna. Nunca tuvo que salir al parque a ganarse un lugar en las rampas.

La bomba de su alberca estuvo averiada desde que llegaron a ocupar la casa. Su padre pagó menos por eso. De todos modos nadie sabía nadar y nadie quería aprender. Esa alberca nunca estuvo hecha para nadarse. De todos modos, no fue fácil para Dani negociar con su madre el uso del hueco inútil para gastar el skate. La señora temía que su hijo se rompiera un hueso. Aún no terminaba de crecer y si sufría una fractura en las piernas podía quedarse enano. Pero el hoyanco pronto se llenó de basura. Los espacios se corroen por el desuso más de lo que imaginamos. Al final su madre cedió: prefería ver la alberca limpia. Y se dio cuenta de que era más barato dejar a Dani patinarla que pagar un jardinero. El chico la barría a diario al volver del colegio, dejando fuera pedazos podridos de coco, cacas de pájaro y animales muertos, y gastaba el resto de la tarde en convertirse el mejor en la vertical.

Horas antes del revés en la vida de Dani que lo mantenía triste desde ese día, su padre lo había adiestrado en la cabullería, el arte de hacer y deshacer nudos, empalmes y amarres. Para la demostración usó un listón color caramelo que yacía desordenado como un mechón en el piso, sobrante de algún vestido confeccionado por su madre la noche anterior. Lo hizo con una sola mano. Al chico le pareció un poco ridícula la firmeza del amarre. Serviría bien para ensamblar los palos de una embarcación en tiempo de guerra, pero para qué le serviría si no estaban en medio de una conflagración. De todos modos, observó con detalle a su padre y salió al patio con el ardor suficiente para intentar lo aprendido, pero antes debía terminar de limpiar la alberca. En eso estaba cuando vio a su madre tras la puerta de cristal que daba al jardín: tenía la boca tan abierta que podría haber lanzado el grito más estruendoso de todos los tiempos. Pero no lo hizo. No emitió ningún sonido. La desmesura de su expresión obedecía, eso sí, a un dolor muy grande y estaba azorada. El jefe de la familia había muerto de un infarto fulminante. “Papá me enseñó a hacer nudos imposibles de desatar. Los había aprendido en el ejército”.

—Y a todo esto, ¿cómo te llamas, carnal?

—Dani.

—¡A huevo! Tienes nombre de patineto.

—¡Ah!, ¿por?

—Como Tony, Micky…

—Tony Hawk.

—Andas.

—¿Y tú?

—Juana.

—No, pues tú no —nos reímos tan alto como nuestros saltos.

—Por eso me puedes decir Jean.

La mejor alberca de Estados Unidos estaba en Santa Mónica. Dani sólo la había patinado una vez. Su estándar de calidad se basaba en el grado de dificultad que suponía patinarla. Entre más sencillo, menos buena. Mónica, así la llamaban, era pública. Siempre estaba llena y para poder usarla había que esperar un turno, según me contó. Cuando sonaban las sirenas de la policía todos se iban. El aviso entre los que se reunían a patinar ahí era: “Mermaids”. Escuchar eso era echarse a correr. Dani dudaba si aún funcionaba o no porque las albercas un día están y otro día no. Tenía el fondo más redondo y profundo que jamás hubiera patinado y una forma de lágrima color azul.

Dani confesó que su alberca no era la mejor pero era lo que había. Cada vez que la saltaba, veía el reflejo del mar californiano en el horizonte. Sonó mamón, pero ninguno de nosotros iba a poder decir algo así alguna vez. Creo que sentí admiración. Para mí ya era superior a todos. En este parque sólo había habido durante años perros semidormidos bajo el sol. Ahora estaba Dani, y él y yo ahora éramos amigos. Era el único que no hacía bromas sobre mi supuesta debilidad para patinar por ser niña. No sólo el pelo largo lo hacía diferente de los demás.

Diana Gutiérrez Pérez

(Ciudad de México, 1983) es editora, periodista y escritora. Obtuvo la beca Jóvenes Creadores Fonca 2009 y 2011. Ganó el I Premio de Crónica Breve Carlos Monsiváis en 2019. Sus textos se han publicado en La Peste, Punto de Partida, Letras Libres, El Cultural, La Tempestad, Hoja Santa y en las antologías Cromofilia (Ediciones Eon, 2010) y No te dejaremos ir (Producciones Salario del Miedo y UANL, 2020). Es directora editorial del fanzine Pinche Chica Chic.

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