Sofía

Hicks abrió la puerta de su habitación y oprimió el delgado interruptor con un débil movimiento de su dedo índice. Allí, sobre la cama, cubierta por un hermoso vestido rosado, estaba su pequeña Sofía esperándolo. Él le sonrió.

–Mi chiquita –murmuró enternecido–. Mi bella delicia.

Se subió a la litera y llegó hasta ella gateando. Cuando la tuvo a su alcance, estiró su brazo y acarició con suavidad su frente y sus mejillas. Miró con afecto aquellos ojos azules y luego la besó en la boca y en el pecho.

–Cosita mía –volvió a susurrar–, me encanta cuando estás así de cariñosa, no sabes cómo me haces feliz-.

Con mucha delicadeza y ternura, comenzó a desvestir a Sofía. Primero, le quitó su vestido rosado, luego los zapatitos negros y, por último, la ropa interior. Cuando la tuvo por completo desnuda ante él, la recostó sobre la cama y comenzó a acariciarle las piernas y el pecho, mientras su boca iba y venía por aquel cuello delgado y fino. Ella no decía nada, ni tampoco se movía. Sólo estaba allí. Se dejaba acariciar y besar con docilidad, sin reproches.

Sin embargo algo lo obligó a detenerse. Con un poco de brusquedad retrocedió hasta llegar al closet, desde allí sacó un bolso negro que colocó sobre una silla de madera. Después de correr el cierre, quedó a la vista una enorme cabeza. Hicks la tomó e introdujo la suya dentro de ella. Esta cabeza era peluda y café, con grandes agujeros en la nariz, boca y ojos. Debajo de ella estaba el resto del cuerpo, también peludo y de color café, con un agujero entremedio de las piernas.

Con aquello ya puesto, Hicks volvió a la cama. Allí estaba Sofía, inmóvil y silente, mirando hacia el techo. Quiso recomenzar con más besos tiernos y caricias, pero al final sólo se dejó caer sobre ella, embistiéndola con fuerza. El catre, algo débil, comenzó a moverse y a rechinar, mientras los horrorosos gemidos de él estallaban sobre la almohada y el oído de ella.

Al rato se detuvo exhausto, con la respiración entrecortada. Se separó de Sofía con cuidado y se quitó el disfraz de su cabeza, para luego secarse con una toalla. Sintió una sequedad en la garganta y un pequeño calambre en el muslo derecho. Pese a esto, vistiendo aún la parte de abajo, se fue a la cocina por algo de beber.

Mientras se servía un vaso de jugo de fruta, oyó la inconfundible melodía de su celular y dejó el vaso a medio servir sobre la mesa del comedor.

Hicks miró el número de la llamada, era Gómez.

–¡Hey! qué mierda pasa que no “estay” con Sofía –se escuchó al otro lado de la línea–. El alemán está esperando hace media hora.

–Sí, Juan… oye –trató de explicarle Hicks–, yo estaba a punto de conectarme… estaba ya…

–¡Mentira! –Exclamó el otro– hace rato que ya “deberiai” haberte “conectao” ¿Acaso ya no “queri” trabajar? ¿Acaso…?

–No –le interrumpió Hicks–, no es eso… Bueno… mira… Juan… yo… de eso quería hablarte… no sé si sea una buena idea salir hoy, yo…

–No me “vengai” con hueas rucio “culiao” –soltó el otro–. Ponte en línea, apúrate, no te conviene ponerte hueón, “voh sabi”.

Hicks suspiró y miró hacia el techo y apretó los puños.

–No sé, Juan –insistió–, igual, como que la Sofía… como que  está cansada.

–¿Cómo va a estar cansada “ahueonao”? –alegó Gómez, cada  vez más molesto–, ¿de qué chucha me estay hablando? Ya, partiste, que después del Jurgen viene Don Matsura.

–¿De nuevo?

–Si hueón, de nuevo, y agradece que todavía no termino de  pagar por esa mier…

–Sofía –volvió a interrumpir Hicks–, se llama Sofía.

–Bueno, Sofía… Me da igual como se llame, harto cara que me salió la gracia, ni “vestío” traía, tuve que comprarle todo yo.

Hicks guardó silencio y volvió a la habitación. Allí todavía estaba ella, inmóvil y en silencio, como siempre, dispuesta a todo, sin quejas, sin conflictos. Él le sonrió y avanzó hasta la cama.

–¿Me imagino que “andai” con la huea puesta, al menos? –Preguntó Gómez, aún al teléfono.

–Sí –se despertó Hicks– sólo falta colocarme la cabeza.

–Ya –suspiró el otro, más tranquilo–, le voy a decir al  Jurgen entonces, anda a prender la cámara y el notebook,  apúrate.

–Bueno, voy al tiro.

Gómez cortó al fin y Hicks fue a encender el notebook y la cámara. Aquello no le tomaría más de algunos minutos.

Al rato, gracias al poder de la Internet, desde la pantalla, al otro lado del mundo, un tal Jurgen, de Dortmund, comenzó a saludarlo y a mandarle besos.

–Gordo de mierda –murmuró Hicks–, aparte es maricón.

Volvió a colocarse la cabeza peluda sobre la suya y se metió  a la cama junto a Sofía.

–Perdóname chiquita –le susurró al oído.

Acto seguido, la levantó con fuerza y la puso sobre él, con su pequeña entrepierna arriba de su miembro. Desde  el computador, se escuchaban aplausos y algunas exclamaciones.

Hicks entonces comenzó a embestirla con movimientos rápidos y profundos. Después arremetió con mayor intensidad y los aplausos y los gritos del alemán se hicieron todavía más sonoros.

–Bravooo –exclamaba el tal Jurgen–, bravoo.

En la última arremetida, Hicks la embistió con tal fuerza, que uno de los brazos de la pequeña cayó al suelo. Esto, sin embargo, no lo detuvo, ni tampoco cuando la cabeza se desenroscó de su cuello. Todo era parte del acto, del negocio, y a Jurgen le fascinaba, chillaba desde el otro lado.

–Los! –Se le escuchaba gritar– Bitte, mach!.

Al final, Hicks terminó con lo que quedaba del cuerpo de Sofía sobre su pecho. No sabía dónde había quedado la cabeza y el brazo, pero ya no importaba. Sus ojos ahora estaban  húmedos y sentía como si una mano gigante le estuviese apretando la garganta. El mundo era un lugar cruel.

Se atrevió a mirar la pantalla del notebook una vez más. Allí estaba el alemán limpiándose y lanzando un papel hacia el piso. Bajó la vista de inmediato.

Cuando levantó de nuevo la cabeza, la pantalla ya se había oscurecido por completo. Al rato volvió a salir una imagen, aunque esta vez ya no era el gordo de Jurgen quien aparecía  ante él, sino la cara de un viejo oriental de gruesas gafas.

Era Don Matsura, y lo saludaba.

Hicks se incorporó, y al instante comenzó a buscar la cabeza y el brazo.

–Konishiwa –escuchó que le hablaban.

Él levantó la mano, mientras recogía la cabeza y el brazo que habían caído a un lado de la cama.

Muñeca

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