Souvenir

Ernesto era fantástico. Siempre me traía algo de sus viajes de negocios y yo lo distribuía todo en diferentes lugares de nuestra casa. Mi mamá lo adoraba. La nevera estaba atiborrada de imanes y las repisas repletas de figuritas. Parecía que los vendíamos en lugar de lucirlos en la decoración de la casa. Empecé a llenar cajones con los nuevos recuerdos que Ernesto me regalaba sin falta. Puse jeeps cafeteros en la tierra de las macetas con plantas, figuras de soldados coloniales en las matas colgantes del pasillo, llaveros en la cómoda del baño, miniaturas arquitectónicas en los cajones de mi ropa interior e incluso dulce de guayaba debajo del lavadero. La mesa de centro había desaparecido de la sala y solo se adivinaba su forma entre tanta chuchería. No me malinterpreten, sí amaba a Ernesto, sí me gustaban sus regalos, pero necesitaba una casa más grande para todas esas chucherías.

El último objeto que Ernesto me regaló fue una casa diminuta traída de Argentina. Era de madera y la podía sostener de pie en uno de mis pulgares. Era muy bonita pero no sabía dónde más ponerla e incluso empecé a pensar en pegarla con silicona al techo de icopor, pero esa idea no me gustó porque una cosa me llevaría a la otra y terminaría por armar el pesebre navideño en el techo. ¡Dios! ¡Estaba harta! Ernesto ni siquiera había pensado en mí para comprar la dichosa casa. Tenía un escudo de Boca Juniors en la base y a mí ni siquiera me gusta el fútbol. Separé unos jeeps cafeteros acomodados sobre la tierra de las suculentas, cavé un hoyo y la enterré ahí. Si llegase preguntar, sabría decirle exactamente dónde está. Era eso o tirarla y no podría reconocerle a Ernesto el haber botado uno de sus regalos, sería despreciarle un pedazo de su amor y cuando de amor se trata, es todo o mejor no ames. Eso dice mi mamá. Los jeeps volvieron a estar perfectamente inclinados hacia arriba por el peso de las tulitas de café, acomodados en un círculo perfecto alrededor de las plantas como un culto de carros alabando a la diosa de las suculentas.  

Ernesto se había ido a Shanghái y estaría allí varias semanas, tal vez dos meses. Había pasado más o menos una semana cuando mi mamá me pidió que me acercara a las suculentas. «No te quedó bien escondida la casa», me dijo con complicidad, «y uno de los jeeps está tumbado en la matera». Me apresuré a revisar y vi el techo de la casita asomado entre la tierra. La sepulté por segunda vez, puse el jeep en su lugar y me quedé viendo, pensando si no había ocultado la casa y aplanado la superficie con tanta atención como para olvidarme así no más de tapar el techo. Pero a una se le olvidan cosas.  

Esa primera semana fue buena para mi madre y para mí: fuimos al cine, pedimos comida y hablamos de mi padre y de cómo lo había cambiado por Margarita, una estudiante universitaria a quien mi madre daba clases de francés. Yo estaba feliz por ella. Margarita era honesta, bonita y muy amable. Nos invitó incluso a pasar una semana en una de las fincas de su mamá y aceptamos dichosas. Ya necesitábamos algo de encierro al aire libre, una jaula más grande. La pasamos muy bien metiéndonos a la piscina y hablando de Ernesto con su rutina de souvenirs. «¿No te parece molesto a veces?», preguntó Margarita. «Sí, por supuesto. Siempre dudo si piensa en mí cuando compra algo o si sólo lo compra. Quizás ni siquiera lo compra él mismo. Tal vez manda a alguien… Pero también termino por pensar que son sólo suposiciones y suponer no es nada bueno para una relación». Mi mamá sonrió y estuvo de acuerdo. «Deberías decírselo un día», sugirió Margarita.  

Volvimos a casa un martes en la mañana. No había tráfico y la misma Margarita nos había dejado en la puerta cuando la vi besar a mi madre apretando sus labios, su cara y volcándose ambas hacia ese abismo de beso, como si no tuvieran miedo de que ese amor se les cayera. Tal vez tuve envidia, no porque mi relación con Ernesto no fuera buena sino porqué mi mamá tenía dos cómplices y yo sólo la tenía a ella. Cerré la puerta después de haber dejado pasar a mamá y corroboré si todo seguía allí y en el mismo orden. Me fijé en la maceta de las suculentas con sus carros cafeteros y de allí salía de entre la tierra una nueva raíz con su tronco y ramas sin hojas sosteniendo, en la copa, la casa de madera argentina. Era un árbol hecho para sostener la casa y se veía preciosa… y precioso, la casa y el árbol. Le puse agua y mamá me sacó una foto con el celular en la pose de jardinera y de inmediato se la envié a Ernesto. Le pareció muy chistosa.  

La planta crecía hermosa con las semanas. Yo la regaba cada dos días desde la punta hasta sus raíces. El floema llegaba hasta la casa y la agrandaba en armonía con el resto del arbolito. Le conté a Ernesto, pero no me creyó. “Qué bueno verte tan entusiasmada con el regalo” dijo desde la pantalla de mi celular y se fue a dormir mientras a mí me quedaba todo el día para pensar en Margarita. “Deberías decírselo” había dicho. ¿Decirle qué? Todo estaba bien entre Ernesto y yo, siempre lo estaba. 

Para cuando Ernesto volvió, la casita y su tronco eran del tamaño de una persona. Había decidido pasarla a una nueva maceta y sin otro lugar, la tuve que poner detrás de la puerta de modo que, al entrar o salir, debíamos pasar por un espacio del tamaño exacto de nuestros cuerpos. Ernesto se reía al principio, pero luego se pegaba unos golpes con la puerta y esta se devolvía al rebote contra la matera. «¿Por qué no la botamos?» me preguntó y frunció un poco el ceño. Pero yo ya no quería. La planta con la casita se había vuelto el único souvenir valioso para mí. «No tiraría nada que tú me hayas dado, mi amor», dije, y pasé mi mano por su barbita de alambre. Se sentía como las hojas de un árbol de navidad plástico.  

Shanghái no había ido bien para Ernesto. Los inversionistas habían dilatado las reuniones y la decisión final había sido no firmar para la fusión de su empresa con la compañía China. Había perdido casi dos meses tratando de convencerlos y al final solo había logrado sembrar una profunda duda en su empresa. «La pasó bien y nada más», comentó su jefe. No le dieron más viajes en un tiempo así que empezamos a vernos más seguido. A mí me alegraba tenerlo en casa, pero él ya no parecía ser Ernesto. Seguía teniendo empleo, era cierto, pero había algo en sus viajes que lo hacía sentirse interesante. Dormir todos los días en la misma casa revelaba una cara de sí mismo que no se atrevía a mirar. Parecía tenerme miedo, temía que yo me aburriera de su nueva identidad sedentaria. Se despertaba a las seis de la mañana, tomaba una ducha, luego el desayuno y se despedía desde la puerta “Ojalá pudiéramos estar más tiempo así, juntos, pero parece que volveré a viajar muy pronto”, se mentía. 

Yo me dediqué un poco más a mis casas. La de la matera crecía y con ella el tronco de base. Yo la regaba con mucho cuidado y decoraba las ventanas con cortinas y guirnaldas de navidad, y la puerta con una coronita ajustada a su tamaño pequeño. Le empecé a poner un abono para el crecimiento. No tenía sitio para una maceta más grande y no me podía arriesgar a dejar morir a mi planta. La llevé al frente, por donde pasaba un río rodeado de verde y con una ribera tupida de ramas. La enterré allí junto a sus amigas y pareció a gusto. La dejé como a un niño en un kinder: preocupada por su suerte, pensando si la vería de nuevo más tarde. Me alejé mientras la observaba y el viento bamboleó mi casita cómo una maestra moviendo su manita para ayudarle a decirme adiós. 

Iba todos los días a visitarla, ¿por qué no? El árbol se veía como si tuviera decenios y de haber podido escalarlo hasta la copa, yo misma hubiese cabido en esa casa del Boca Juniors, que ahora era del tamaño de una vivienda humana. Le pedí a Ernesto una manguera para rociarla con más agua y la compró sin oposición, no sin antes advertirme “la vas a ahogar de tanto cuidarla”. Así era su corazón: ayudaba incluso sin estar de acuerdo. Traía el fertilizante y las herramientas de jardinería, pero nunca cruzó la calle para verla con sus propios ojos. Le bastaba con que yo le contara. La casa estaba en la copa del tronco rodeada de sus compañeros verdes: los álamos, los chiminangos, la guadua y los guayacanes. El río se oía correr en el fondo. 

Las vacaciones le llegaron a Ernesto con unas ganas terribles de volver a viajar. Me propuso una semana romántica en Cuba, solo para los dos. Pero no podía abandonar mi casa del árbol a los vagabundos que vienen a bañarse al río. Al menos no sin supervisión ¿Y si me la tumban? Era simplemente imposible dejarla sola. “Contratemos a alguien para cuidarla” sugirió Ernesto. No pude aceptar y lo animé a viajar solo. Al fin y al cabo, había pasado mucho tiempo sin traerme sus acostumbrados souvenirs y tal vez eso le devolvería su sensación de ser alguien interesante. Se pasó un rato diciéndome cosas para convencerme de ir con él, pero yo no pude entender muy bien porque tenía esa idea de revivir una llama que no se había apagado. Le prometí enviar fotos de las dos todos los días y finalmente aceptó con un suspiro de resignación. 

Aproveché un poco la ausencia de Ernesto para comprar unos sofás, cortinas y cuadros para decorar la casa del árbol. Hice construir una escalera sobre el tronco para subir con facilidad y pinté la puerta de color rojo. Quería hacerla sentir bien y con todas las cosas pude sentirla viva y casi la oí decir “¡me siento hermosa!” Conseguí una cama enorme de esas redondas. Le puse una sábana con el dibujo de unas fresas con crema y el mismo día, después de las maromas que pasaron los encargados de la entrega para subirla hasta la copa, dormí en ella. La corriente, los grillos y la lluvia que empezaba a caer hacían mucho ruido. Era relajante.

Pasaron semanas habitando entre el verde de los árboles y el plateado del río. Todos los días pulía las paredes y el piso. Me sentaba a susurrarle cuentos a las ventanas y ella atraía colibríes que confundían la corona navideña de su puerta con un enorme geranio rosa. Mi casa era perfecta y éramos solas ella y yo para disfrutar una con la otra. Sí, yo sentía que ella lo disfrutaba. Y Ernesto aprendería a pasárselo bien con nosotras. De repente recordé que no lo había llamado. Tomé el celular y revisé las notificaciones, pero no había textos ni llamadas desatendidas en el registro. “Qué raro”, pensé. Marqué su número, pero se iba directo al buzón. Luego le envié un mensaje, pero un sólo marcador aparecía: el de enviado. El de recibido nunca se mostró. Llamé a su hermano, con quien se hablaba muy poco, y refunfuñó que ni siquiera sabía que Ernesto se había ido. Resolví entonces hacer lo que mejor sé hacer: esperarlo.  

Siempre corto algunas flores brotadas del techo y el piso para ponerlas en un florero. Todos los días cocino huevos pericos al desayuno, ajiaco al almuerzo y plátano asado con queso para la comida: sus platos favoritos. Lo hago pensando en su llegada repentina, para recibirlo como sólo Ernesto y su paciencia y humildad se merecen. Aún lo aguardo en nuestra nueva morada. Él era fantástico y solo anhelo que algún día vuelva y por fin conozca nuestro hogar.

Fotografía de Gabriel Chazarreta
Michael Bermúdez Montes

Colombiano, licenciado en lenguas extranjeras y escritor aficionado desde hace 4 años. Ha recibido mención de honor en el I certamen literario de la fundación SOMOS y finalista en dos oportunidades del concurso nacional de cuento del ministerio de educación en Colombia.

Una Respuesta a “Souvenir”

  1. jose trujillo

    …»me siento hermosa» la casa esconde su midterio. Como un iman absorvio a la chica y alejo a Ernesto. Este cuento es como un gran tesoro que esta sepultado en el mar. Si Ernesto regresa algun día mis sospechan desaparesetan y la casa que parese que hablara recuperará su inocensia. Este cuento me hizo acordar mucho de otro «La casa tomada» pero con un efecto totalmente contrario. ¿Que le habra pasado a Ernesto?

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