Susana de espaldas al vacío

Roma siempre le pareció un bocado difícil de digerir, un postre milhojas de crema. Una ciudad, para ella, gastada como el pie de la estatua de San Pedro en el Vaticano. Pero Fabián había viajado a esa ciudad por cuestiones poco claras y decidió quedarse por seis meses en un principio. Ahora le pedía que fuera a reunirse con él y era más que una simple invitación para Susana; llevaba años en esa relación sin terminar de definirse en, por lo menos, madura, y la tenía en un estado de zozobra permanente hasta la histeria. La invitación la ilusionaba aunque no le gustara esa ciudad. Hubiera preferido Florencia o Padua ante la decisión de viajar, de estar juntos, de pasar unos días románticos fuera del país. Convencerla no había sido tarea, la sola insinuación bastó para confirmar el viaje, contratar el alquiler temporario de un departamento en esa ciudad, subir al avión. Él decidió no esperarla en el aeropuerto, también por cuestiones poco claras. Todo era poco claro en Fabián, ella lo sabía. Tomó un coche que transitó calles que evitó mirar, la espectacularidad la apabullaba. En el camino se dio cuenta del olvido del cuadro en el aeropuerto. Con una sacudida, alarmada, y tocándole el hombro al conductor, pidió regresar lo más rápido posible. Sintió el corazón latir, no se perdonaría perder ese objeto. Las calles se transformaron en nudos, debieron detenerse en varios lugares por el tránsito lerdo, pesado. Comenzó a llover, se empañaron los vidrios. Se sintió aislada, sola, creyó que estaba al borde de un ataque de pánico; comenzó a respirar: inspira, expira, inspira, expira. Ya le había ocurrido otras veces, una sensación de ahogo que la desequilibra, sin control de sí misma, el mundo es un tornado tragándosela y luego la despide hacia la nada. Comenzó a sentir los síntomas en su divorcio. Fabián le dio la noticia, imprevista para ella. Pensó que todo estaba bien entre los dos, que ella estaba haciendo bien las cosas. Bajó en el aeropuerto, corrió hasta el depósito de equipaje y objetos perdidos, mientras el taxi aguardaba, y recogió el bulto. Sintió alivio, la felicidad no hubiera sido completa si perdía eso tan valioso. Comenzó a sentirse mejor, sonrió, su vida se iba acomodando, no debía angustiarse. Después de dos o tres años de terapia y antidepresivos, Fabián volvió a buscarla. Como amigos, sugirió, pero fue inevitable retomar la relación. Ahora eran divorciados de novios. Fabián no se decidía a volver a convivir; ella, respetuosa con la distancia impuesta, esperaba siempre la buena noticia. El viaje a Roma podía ser la punta del ovillo. Ya en el departamento, con la ansiedad acumulada, comenzó a contar los minutos que la acercaban al encuentro. La adrenalina le cosquilleó en el estómago, a pesar de los años que llevaba ese vínculo. Casi de inmediato, limpió, deshizo el equipaje, prendió varitas de sándalo, salió a comprar lo que necesitaba. Al volver de la cita pasarían la tarde y la noche, juntos. Esa y todas las siguientes. Se sentó a fumar un rato, para hacer tiempo y repasar que todo estuviera en su lugar. No quería parecer ansiosa. Fumaba con la vista en el cuadro que ubicó en el suelo, debajo de la ventana. Una pintura con fecha 1952, creación de una parienta de su abuela aficionada a las artes plásticas. Estuvo siempre en la misma pared, en casa de los abuelos. La miraba de niña hasta obsesionarla. Ocupó sueños y pesadillas, pensamientos, la imaginación. Desde 1952 una pareja se mira a los ojos en el óleo. ¿Por qué se miran así? ¿Quiénes son? ¿Por qué la pintora perpetuó ese instante? Una mujer muy joven de pie, un muchacho o niño recostado en el tapial se miran a los ojos. Ella lleva flores en una canasta que cuelga del brazo. ¿Son Caperucita y el lobo? La presencia de ese objeto se había vuelto tan imprescindible en su vida que decidió llevárselo en el viaje a Roma cuando pensó en las cosas necesarias. Apagó el cigarrillo mientras uno de sus pies, desnudo, buscaba la sandalia, puso flores frescas en el baño, colgó una bata de seda y se apuró a salir. Quería estar con él. Mirándose, igual que la pareja de la pintura.

En otro taxi por Vía del Corso atraviesa la ciudad hacia Piazza Venezia, baja la ventanilla. Se da cuenta que está sonriendo. En ese momento Roma le parece un descubrimiento, la ve y la siente bella. Disfruta un bocado de ese postre. Ya en el Bar Brasile el camarero se le acerca: aspetto un uomo, le dice, y pide agua. No sabe por qué se ha puesto nerviosa, el camarero se demora en su mesa y lo siente invasivo. En la torpeza de la inquietud se vuelca encima el vaso con agua y el bar empieza a girar ante sus ojos. Inspira expira, piensa. El camarero llama a otro, a los gritos y gesticulando, ella no le entiende. No quiere que llegue Fabián en ese momento y la encuentre con dos camareros en su mesa, mirándole el vestido empapado. “Cómo te gusta llamar la atención”, eso le dirá. Ya pasó. Recuerda una pelea por un acontecimiento parecido: “Cómo te gusta llamar la atención”, le dijo esa vez, se levantó y la dejó sola en aquel otro bar. Pero los camareros se van y ella bebe un sorbo de agua. Por suerte su vestido es negro y el calor del lugar y de su cuerpo lo secará enseguida. Comienza a tranquilizarse, él no se dará cuenta, no sabrá lo ocurrido. Piensa en el blíster de Clonazepam que tiene en su cartera, pero quizás Fabián pida un Chianti, casi seguro. Quiere estar plena. Bebe otro sorbo. Le recuerda a su padre, Fabián. Su padre le decía lo mismo “Cómo te gusta llamar la atención”. Lo espanta hasta con la mano, alrededor de su cabeza como si fuera una mosca. Años de terapia le llevó perdonar, pensar que hizo lo que pudo. Y con ese pensamiento ve entrar a Fabián al bar y saludarla apenas con la cabeza: Ya te vi ‒significa el gesto. Fabián no la mira a los ojos, aunque apoya la mano sobre la suya (como en el cuadro, en el lienzo, la joven está pintada de pie con sus flores en la canasta. La mano libre se apoya en el tapial, encima la del hombreniño. Ella le dice con su mano: aquí estoy; él: estoy con vos). Susana se pregunta en silencio, de pronto, solo para ella, para qué le habría propuesto viajar a Roma, y la pregunta le suena como una alarma. (Imaginó cientos de veces la historia de la imagen en óleo que adornó esa pared, durante años.) Finalmente, la abuela se lo regaló. Fueron niños escapados a la siesta, fue Blancanieves conspirando con uno de los enanitos, Hansel y Gretel confesándose una travesura en el bosque. Una pareja de enamorados a punto de fugarse). Qué hago con esto que siento por vos. Yo estoy enamorada, dice con la voz opaca. Él, nada, con la mano sobre la suya, mientras una sonrisa le ilumina el rostro. Una de esas sonrisas que se leen por igual en cualquier situación. Le recuerda a la del hombreniño en el cuadro. (¿Era un amante mentiroso?, ¿un marido estafador? Pensó que era amor, entonces, ¿no hay amor entre ellos?, ¿por qué se miran así?). Con las manos sobre la mesa, una sobre la otra, ella mira la boca de Fabián moverse, abrirse y cerrarse; es todo lo que puede hacer delante de esa boca, verla. No quiere escuchar. Los ojos van y vienen sin enfrentarse. Hasta que se enfrentan. Por qué me miras así, pregunta él. Cómo querés que te mire –y se acuerda otra vez del cuadro. (¿Estaban por hacer el amor?, ¿dónde?) Piensa en el después, llegar a ese departamento, sola, con el insoportable olor a sahumerio y el insoportable orden que había dejado, porque creyó volver con él. Él sigue, bla, bla, bla. A ella algo en el estómago se le retuerce. Decime algo. Qué. Nada para decir. Espanta desesperada la imagen de los dos en la cama. (¿Habrá sido el hombre, recostado en el tapial, un consuelo para la mujer de la canasta con flores? Ella sonreía, quizás le estaba dando resultado. A lo mejor, esa joven hermosa sufría por otro y el hombreniño, así, le demostraba su amor y la volvía a ilusionar.)

De vuelta en el taxi, sola, Roma pasea delante de sus ojos, ahora mezquina, desde la ventanilla. Licuándose detrás, como un espejismo. Le pareció que él habló de seguir siendo amantes, cada tanto. Sin compromisos, eso dijo, sin compromisos, me gustás, te quiero y con eso a mí me alcanza. Ella no le dijo que lo deseaba. Recordó su olor a sexo de otras mujeres como una ráfaga caliente, pero no le dijo que por eso lo deseaba más aún. No le dijo nada de todo lo que debía decirle. Llega y prefiere no mirar el cuadro, pero una fuerza magnética le arrastra los ojos. El fondo es bastante oscuro, a lo mejor los pintaron a la siesta o al anochecer. En la premonitoria oscuridad que los rodea, sus rostros brillan. No de amor, no; es que sonríen. Las sonrisas y las miradas tienen ese brillo. No de amor, no de ese amor extasiado. No. Es la luz de la primera mirada en el descubrimiento del otro. Los ojos prometen, ellos expectantes. Siente envidia.

Graciela Prieto Rey

Escritora y editora de Santa Fe, Capital (Argentina), 1er premio del III Concurso Internacional de Poesía “El mundo lleva alas” (EEUU 2011); Premio Finalista del V Concurso Microrelatos, Toledo, España, 2011, entre otros. Libros: “Umilde”, poesía, (las tres lagunas, 2010); “Bar de copas”, poesía (Palabrava, 2012); “atadura”, nouvelle (Palabrava, 2014); “Las que encienden el fuego”, poesía (De l’aire, 2015); “El ojo que te ve”, novela (Alcion editora, 2019).

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