Últimamente, el tiempo va demasiado deprisa. Esta mañana tuvimos que desayunar en la fonda de la esquina porque amanecimos sin gas. Habían pasado dos meses desde la última vez que llenamos el tanque y ni cuenta nos dimos.
—Me voy ya papá, que se me hace tarde para llegar a la escuela.
—También yo amor, ya te había dicho que tenía cita con el otorrino.
—Yo me quedaré un rato —les contesto—, quiero terminar tranquilo mi café.
Apenas veo a Laura y a Luisa cruzar la puerta, me centro en la novela que estoy escribiendo. Repaso cada línea, que he aprendido de memoria. Cierro los ojos y me encuentro debajo de un puente a las afueras de Nueva York, justo en la escena donde Zacarías Smith, el vagabundo maloliente, tiene su primer y último arrebato místico. Me tomo mi tiempo para estar allí. Veo el tonel incendiado, el perro sin nombre, el incesante vaivén de los automóviles, a Zacarías arrastrándose por el suelo hasta desfallecer… Y tal como ocurre en mi novela, empiezo un camino de vuelta. Soy testigo de cada discusión marital que el pequeño Zach tiene que soportar agazapado debajo de la cama, lo mismo que de sus cumpleaños, graduaciones, atardeceres, despedidas, besos… Leo libros enteros junto a él, acompañándolo cada día hasta ese que, habiendo perdido todo, se encuentra a sí mismo en los ojos de Dios. Sentí que la ensoñación duró treinta y siete años, la edad que tenía Zach al morir.
—¿Se le ofrece algo más señor? —dice la mesera, sacándome del profundo trance.
—Nada más, gracias. La cuenta por favor.
Soy generoso como siempre con las propinas. Fui mesero alguna vez y ni hablar. Me levanto con calma de la silla y al hacerlo me incomoda un dolor punzante en la espalda baja pero no le doy mucha importancia. Total, me reviso llegando a la casa. Avanzo tranquilo, midiendo mis pasos, cediendo a las necesidades de mi cuerpo, que noto fatigado. Quizá es producto de mis intensas divagaciones. Es típico que a los místicos les duela todo después de sus trances, según leí. Entre tanto pensamiento y con mucho esfuerzo, he llegado a mi casa. O quizá me equivoco, no hace mucho que nos mudamos y aquí todos los condominios son muy parecidos. Éste departamento es igualito al mío, es gracioso, hasta tiene el mismo número, pero está bastante descuidado. Además hay un letrero que dice, ¿qué dice? No alcanzo a ver bien, “s…e ren…ta”.
—¡Oiga señor!, perdón, ¿qué calle es ésta? —le grito a un transeúnte.
—Calle Fray Junípero Serra —contesta.
—¿Me presta su, su periódico, señor? —le digo, trémulo.
—Sí.
Apenas echo un vistazo a los encabezados, me llevo las manos a la punta de los cabellos, dejando caer el periódico al piso. No quería creerlo, pero éste es mi departamento treinta y siete años después.
Alan Argüello
Alan Argüello, nacido en Saltillo, es licenciado en filosofía por la UAQ. Habla mucho, pero escribe bien poco, por lo que prefiere la narrativa breve. Recientemente publicó en la revista literaria Monolito y próximamente uno de sus textos aparecerá en la antología de minificción “Perros”, a cargo de Ediciones Sherezade. Aspira a escribir un cuento que no se pueda olvidar.