Cinco y treinta y cinco de la madrugada. Eliza despierta. Piensa en Augusto. De nuevo no ha soñado nada (al menos eso cree). La última vez se soñó, hace años, atada a una silla de plástico, en medio de un desierto de dunas amarillas interminables, mientras un tigre venía hacía ella.
El rostro del felino reflejaba la expectativa de las bestias al acecho. Eliza no podía escapar, a pesar de las contorsiones que hacía con su cuerpo para aflojar la soga. De repente se detenía. Parecía estar hipnotizada por aquellos ojos felinos, amarillos y abismales. Se perdía en el laberinto de sus rayas marrón oscuro que contrastaban con su pelaje naranja. El tigre, en frente de ella, respiraba compartiendo su hálito bestial. La olía. La lamía. La saboreaba. Abría sus fauces, dejando ver un par de colmillos gigantescos. El rostro del tigre cambiaba. Los contornos acechadores reflejaban un gesto amenazante. Sus ojos ambarinos ahora expresaban deseo. Su mirada la abrumaba. En ese momento, Eliza lo sabía. El tigre la iba a devorar.
«Tyger Tyger, burning bright, in the forests of the night…»
La frase es de un poema de William Blake. Se la recitó Augusto, en la segunda cita, para seducirla, sentados sobre una silla en el centro de la plaza central de Guatavita. Cada verso era la excusa para causar una caricia o un beso. Recuerda su cuerpo avasallante, sus ojos de fuego, sus gestos elegantes. Su lengua masculina moviéndose ávida de sonidos vocálicos. Hacía adelante. Hacía atrás. Hacía el medio. Una lengua sin obstáculos. Sus labios en abertura media. Las sílabas cortas. Las consonantes inexistentes. Ella inmóvil. Su lengua tensa en el eje largo de su paladar duro. Sus labios paralizados. Las vocales distorsionadas. La ausencia de los fonemas. El tono sin ritmo de sus pensamientos. Palabras sin énfasis. Frases sin pausa. Oraciones largas. La discriminación de su deseo.
Observa su teléfono celular: dos llamadas perdidas. Sí, de Augusto.
Debe ir a trabajar. Siempre a trabajar. Ir a la escuela donde enseña inglés a unos niños que nunca entienden nada. La necesidad la llevó a convertirse en maestra, aunque no tenía ni la vocación ni los conocimientos. Pero hoy eso puede esperar. Decide disfrutar con lentitud las imágenes que llenan su memoria. Se sienta al borde de la cama a observar su alrededor. Al frente, sobre una mesa de madera, hay cuatro libros: tres son de cómo encontrar la felicidad, el otro, una biografía del Che Guevara. Algún vestigio de una juventud rebelde, o el recuerdo de algún amante guevarista. En un rincón, hay una guitarra polvorienta, casi olvidada. Sin cuerdas. Al lado, un libro arrugado en cuya portada se alcanza a leer: “Lecciones de Canto para Principiantes”. En la habitación no hay nada más. Sus pies sienten la suavidad rugosa del tapete color gris, percudido y roto. Necesita ser cambiado. Por la cortina amarillenta y rasgada, que cubre a medias una ventana con el vidrio roto, entra el primer aliento de luz de la mañana.
Sonríe, su memoria viaja en el tiempo, revive el día anterior. Llegan imágenes de Augusto vestido con jeans azul oscuro y camisa a rayas también azul, todo nuevo y el olor a The One de Paco Rabane. Se esmeró en su apariencia. Ella vestida con unos jeans un poco usados, una blusa negra ajustada, y la esencia del Carolina Herrera 212 ungido en su cuello. También se esmeró.
Eliza se sorprende pues todo se le representa en el fragor infinito de un solo minuto. Los momentos vuelven sobre ella, uno tras otro, sin contención: El encantamiento de las miradas a la falda de la montaña, al lado del agua reprimida del embalse de Tominé. El abrazo. El diálogo sobre los amores fracasados. El almuerzo hablando de sus respectivas familias. Del hermano de ella; de la hermana de él. De sus padres. De sus madres. El contacto electrificado de las manos. El caminar por los senderos silvestres rodeados de casas coloniales detenidas en el tiempo. El embalse. La tentación por el postre. La tentación por el beso. La tentación de enamorarse. El abrazo de nuevo. La visión de montañas de distintos colores. El idilio. La ilusión de una vida juntos. La iglesia Nuestra Señora de los Dolores anclada en un pasado hispánico-barroco. El abrazo. Observar el paisaje de las aguas tranquilas del embalse. El entendimiento es uno cuando es mutuo. La tontería. ¿Almas gemelas? Las historias sobre la vida y los traumas. El poema. Un beso atrevido pero recibido. Caminar. Caminar. Abrazo. Abrazo. Abrazo. La risa. La tentación. El deseo. El beso. Los besos. El sentimiento. La calidez. Las cosquillas. La ilusión. La agridulce despedida.
«¿Qué tan importante es el amor?» Esa pregunta la asombra.
Para ella, sin duda es o era importante. Lo persiguió por mucho tiempo. Hasta tuvo un proceso cósmico-mundano de ensayo y error. Primero fue el sexo, pero se hizo promiscuo, infame y sin sentido; resultado: tristeza absoluta. Después fue el licor y las fiestas, pero ahí descubrió lo fugaz de la alegría y su melancolía traspasó las fronteras del suspiro y el llanto. Por último, probó la soledad. La sosegada y tranquila soledad, sintiendo que todo el tiempo caminaba por un… desierto. Entonces lo sabe, la visión se le presenta clara. Anoche, sí había soñado.
Soñó con él entrando a su habitación. La tomó de las manos, la besó. Ella sorprendida, preguntó:
—¿Cómo? ¿Qué haces aquí?
—Estas soñando —respondió él.
Volvió a besarla y luego abrazándola la llevó a las orillas de un gran desierto. Allí, en medio de las dunas arenosas y erosionadas, enmarcadas en un horizonte azul y vacío, estaba Eliza, atada a una silla, mientras un tigre avanzaba hacía ella.
—Tyger Tyger, burning bright, in the forests of the night… —susurró Augusto mientras su imagen se convirtió en bruma para fusionarse con los ojos del tigre.
Entonces, ella, desesperada, se movió de un lado para otro en la silla, cayó al suelo y la soga se soltó. Liberó sus manos. Logró desatarse, levantarse y correr. Huyó antes de que el tigre la alcanzara. Después caminó por el desierto, por días, semanas, años enteros, sintiendo la sed en su garganta, el sol incandescente sobre su cabeza, y la arena en su nariz. Llegó a una ciudad impresionante de edificios altos de hormigón. Después fue a otras, parecidas o casi iguales. Viajó por innumerables sitios, teniendo igual número de experiencias y de amantes. Siempre sintiendo esa sed en su garganta. Estuvo en países desconocidos. Viajó por vidas pasadas. Siempre con su lengua saboreando arena. Tuvo visiones hermosas donde paseaba por jardines de flores fantásticas. Recorriendo montañas mágicas en donde el sol salía sin lastimar su superficie. Siempre sintiendo el calor del desierto sobre su espalda. Como una tonada de fondo muda, densa y pesada. El tigre, sin embargo, había dejado de perseguirla hace mucho tiempo. Augusto también había desaparecido. Entonces, después de caminar, lo que para ella fueron décadas, se encontró en un paisaje seco y amarillo. Atrás quedaron las ciudades, los paisajes, los hombres, las mujeres y los sueños. Se detuvo. Sus huesos ya no le respondían. Su piel estaba arrugada. Sus ojos ya no veían. Sus labios se habían cuarteado. Su pelo era blanco. Su lengua ya no emitía sonidos. Se arrodilló ante el desierto, vencida. Su desolación salió expelida en lágrimas secas que le cortaron el pómulo. Cerró los ojos.
Entonces, Eliza volvió a la silla, donde la esperaba Augusto y el tigre. Esta vez sin ataduras. No había soga. Se sentó y solo esperó. El tigre fue hacía ella, pero esta vez Eliza no se movería.
Su recuerdo cesa, cuando el teléfono celular se alumbra y vibra rugiendo como el tigre en el desierto que venía hacía ella. Ve la pantalla. Es Augusto. Ella…duda.
Julián Penagos-Carreño
(Bogotá, Colombia, 1978) profesor en la facultad de Comunicación Social de la Universidad de la Sabana. Finalista en el VII Premio Nacional de Cuento “La Cueva”, con el cuento “Entrelazamiento” (2016). Ha escrito el libro de relatos “El Silencio y la Nada” (2016), finalista en el I Premio Caligrama (2017).