Una cuestión de confianza

Entre las cuestas espinosas y los callejones de adoquín de la Candelaria, hay un viejo mulato de ojos grises que sostiene ser el primer y único hijo del mismísimo Satanás. Nadie hasta ahora ha dudado abiertamente de su legado infernal, aunque muchos curiosos se han embarcado en investigaciones superficiales nunca llevadas a cabo. Algunos atrevidos le han preguntado sobre la ubicación exacta de su padre y su relación con él, pero el viejo mulato de ojos grises nunca ha proferido palabra alguna al respecto. Su silencio ha ido fomentando la incertidumbre de algunos, pero aun así nadie ha osado confutar su dictamen en su presencia, debido al terror irracional causado por lo desconocido.

Según cuanto comentó el mismo viejo mulato de ojos grises en un olvidado momento de desahogo, su estadía en la tierra no es nada fácil. No le está permitido asomarse a luz del día ni en las angustiosas (y muy frecuentes) jornadas de tormenta, so pena de padecer los ardores insostenibles del fuego iracundo de San Antonio, cuyas marcas siguen vivas en su espalda, memoria de un nefasto día de descuido o desobediencia y de curiosidad hacia la vida más allá de la noche. Por esto, transcurre todo el día ocultándose en los conductos subterráneos que le sirven de escondite, esperando hasta que la última sombra haya sido atragantada por la inclemencia de la obscuridad. Ahí es cuando abandona su madriguera para vagar entre los noctámbulos y trasnochadores que pululan sin sosiego en el frescor abrazante de la noche. No le está concedido nutrirse sino de las carroñas despedazadas por los picos de los cóndores andinos, arrastradas hasta las aceras por las lluvias torrenciales, so pena de padecer las pestilencias bubónicas desencadenadas por la rabia ciega de San Roque, cuyas pústulas atormentan todavía su pecho, memoria de un momento de hambruna y carestía. Por esto durante las horas dominadas por los (a menudo débiles pero aun así vigiles) rayos que sigilan su encarcelación se afana en recolectar escombros de ratas, zorros y hasta gatos podridos que fluctúan en las alcantarillas, comprobando atentamente su proveniencia gracias a los agujeros abruptos de los picotazos, desechando los ejemplares intocados por las aves mortíferas y aquellos cuyo martirio en la muerte no puede ser comprobado. Tampoco le está permitido refugiarse en el amparo del amor, so pena de condenar a su amada a la ceguera perpetua sentenciada por Santa Lucía, cuya furia se abatió con todo su ímpetu en las pupilas ahora vidrias de la cándida mujer que por un instante lo había aliviado del peso asfixiante de su cruz, iniciándolo en edad ya avanzada al arte del amor.

Hoy en día, la cándida desafortunada sigue vagando desorientada en los rincones de la Candelaria, escudriñando las tinieblas con sus demás sentidos en búsqueda de su amado, el viejo mulato de ojos grises, hijo del mismísimo Satanás, su amado que ahoga los sollozos generados por la visión desolada de la cándida perdida en la noche eterna a la que él inconscientemente la ha condenado. Esquiva sus lamentos por el miedo de causarle más sufrimiento y elude sus súplicas porque es consciente de que no habría escarmiento más cruel que condenarla a compartir la eternidad de su propio destierro de la vida. Según cuanto se murmura entre los rincones de la Candelaria, al viejo mulato de ojos grises no le está permitido morir. En efecto, su presencia ahí remonta a tiempos irremontables, por lo menos por la memoria humana y los expedientes de los que esta se vale. No hay alma que cuente con vida en la tierra que pueda evocar su niñez y no hay testimonio además de las especulaciones dictadas por la superstición o por su propia palabra, que pueda ubicar con certeza su nacimiento en la historia del mundo. Según cuanto afirma él mismo y confirman las clarividentes al barajar sus naipes, el viejo mulato de ojos grises nació del amor de quien no divisó soberbia en la rebeldía de su padre, sino exigencia de igualdad. Lo parió la compasión humana intrínseca en los abyectos y los marginados. Fue exiliado de su hogar infernal por su padre en el intento de entregarle una segunda oportunidad en la vida, pero al revelarse ingenuamente solo se tropezó con difidencia y persecución. Se encontró obligado a huir de otro mundo ya viejo para asomarse al nuevo, huyendo de la persecución de los Cristos y de los Santos y de los que inquieren alabando sus nombres, para refugiarse en una tierra aún no desflorada por el fragor de la venganza divina. Fue así como cruzó el océano y sus travesías hasta desembarcar en las costas todavía inmaculadas y perderse en la selva brava, fuerte de la invulnerabilidad heredada y del amparo de la cólera de los ministros de Dios, hasta que estos se apoderaran del nuevo mundo también, embridándolo con su voluntad, enmascarándose con su aura de compasivos y bienhechores para apropiarse de la tierra y olvidarse de los desafortunados. Es ahí que el viejo mulato de ojos grises decidió confundirse entre los miles más de harapientos y pordioseros encontrando en ellos una chispa de fraternidad, para aflojar el yugo de sus persecutores, inconsciente de que cada esfuerzo resultaría ineficaz.

El viejo mulato de ojos grises vaga por la Candelaria pero su errar no está desprovisto de un eje. Cada atardecer sale con su bolsita repleta de pulseras que él mismo se preocupa de entrelazar en la soledad de sus días sin sol. Algunos le preguntaron de dónde saca los cordones que maneja diestramente, pero él rehusó responderle. Su silencio incrementó el surgir de aún más dudas. Cada pulsera guarda entre sus hilachas una partícula de infinito procedente de su propia alma, que a través de su experiencia él mismo ha descubierto cómo traspasar su esencia para encerrarla en los cordones coloreados y disminuir su condena. No todos merecen asomarse a tal artimaña, incomprensible para los que se fatigan en creerse su poder. La vida eterna es una cuestión de confianza pero también de rendición, según cuanto afirma el viejo mulato de ojos grises, y mientras la rendición es concebible para cualquiera, la confianza no es un don universal, sino más bien un descubrimiento reservado para los sabios y los desesperados. Existe una diferencia esencial entre los dos: la confianza de los sabios procede de la comprensión de su incapacidad de comprender el mundo allende de ellos, la de los desesperados proviene de su necesidad de entregarse a algo que les permita descifrar inequívocamente la incomprensibilidad del mundo. La línea que los divide no es nada sutil, pero aún resulta difícil de trazar con certeza. El viejo mulato de ojos grises escrudiña con atención a los individuos que lo acompañan en sus trasnoches en la Candelaria y no profiere palabra hasta haber divisado las justas centellas de sabiduría y resistencia que emanan sus almas, indicios que indican su capacidad de aguantar una parte de su fardel eterno. Cada noche elige con esmero dos almas entre todas las que anhelan la inmortalidad, donándole una parte de la suya y sellando sus condenas y su propio alivio a través de nudos inextricables y bendiciones olvidadas por las lenguas de los hombres. Pero muchas veces se equivoca. La eternidad se desvanece en un santiamén para dar campo libre a la mortalidad feroz y repentina, que se cumple en el mismo instante en que las hilachas pierden su vigor y abandonan las muñecas desdichadas. El viejo mulato de ojos grises previene sus elegidos de tal catástrofe, pero muchas veces los designados se olvidan de sus advertencias, embriagados por el regocijo de la invencibilidad, víctimas de los descuidos naturales y celados en la cotidianidad o debido al escepticismo frente a las profecías ajenas. Por entrañables que sean, los humanos no pueden mezclarse con los asuntos divinos ni con los diabólicos sin enfrentarse tarde o temprano con el peso de su propia insignificancia. Ahí sobreviene la muerte y la inmortalidad que todavía queda empreñada en las hilachas desvigorizadas que se despoja de su cárcel para emprender el camino de vuelta hacia sus verdadero dueño.

No hay pruebas irrebatibles respecto a la efectiva eficacia del poder de las pulseras.

Sin embargo, se ha reportado el caso de un muchacho que a los pocos segundos de perder su pulsera ha sido atropellado por un camión sin faros delanteros ni frenos en el cruce entre la Carrera 11 y Calle 72, por Chapinero. Según las indiscreciones, en el mismo instante, algunos testigos habrían divisado al viejo mulato de ojos grises arrodillarse repentinamente y dedicarse a improperios y blasfemias al parecer dirigidas hacia las más altas cumbres celestiales, por la Plaza Bolívar.

Se murmura que en los suburbios de Ankara se encuentra una vieja bicentenaria que estrena con orgullo un daguerrotipo desgastado en el que figura el viejo mulato de ojos grises posando con ella. Atrás de la lastra de cobre resalta una fecha que remanda a muchas primaveras pasadas. A pesar de los miles de intentos de comunicarse con la vieja, los curiosos no han encontrado respuesta, pues parece que solo recibe desconocidos con aviso previo de ocho días laborales. Según las indiscreciones, algunos jóvenes habrían seducido a dicha vieja esperando presenciar su muerte para quedarse con su herencia. Dos de ellos han muerto de vejez. El tercero hoy en día es un octogenario con problemas cardiacos. Todavía vive con la vieja bicentenaria, que según las voces resguarda con diligencia una pulsera tricolor puesta en su brazo derecho. A los curiosos que le han preguntado elucidaciones, el viejo mulato de ojos grises se ha limitado a responder: “Es una cuestión de confianza”, lo que ha conllevado el surgir de muchas dudas. Los que lo observan durante sus noches insomnes, afirman haberlo escuchado pedir la muerte a gritos y quejarse con los Santos por su inclemencia, pero parece que sus súplicas aún no han recibido atención. Muchos atestiguan haberlo visto llorar al divisar a su eterna amada y desdichada preguntar por él en las plazuelas, avenidas, callejones y carreras de la Candelaria, antes de desaparecer en la obscuridad que lo ampara. Algunos elocuentes se preguntan si no será por una cuestión de confianza, parafraseando sus palabras, que el viejo mulato de ojos grises sigue padeciendo los estragos indeseables de la inmortalidad. Además, los que confían en su legado infernal se preguntan si es justo que un hijo inocente pague por los pecados del padre. Todavía no se ha encontrado respuesta.

Giacomo Perna

Nací en Nápoles, Italia (1993). Me gradué en la Università degli studi di Napoli “L’Orientale”, presentando una tesis sobre la relación entre realidad y ficción en la obra “Cien años de soledad”. Actualmente estoy estudiando un Máster de Literatura en la Universidad Libre de Bruselas, Bélgica. Cuento con un libro publicado en Italia por la editorial Bookabook, cuyo título es Caffé Nudo. Desde hace un tiempo me deleito escribiendo en español.

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