Nací a inicios de los noventa, en una comunidad al sur de los valles centrales del estado de Oaxaca. Crecí debajo de un corredor con techo de lámina, sentado encima de un petate de palma, escuchando jarabes y chilenas en la grabadora de mi abuela. Todavía tengo fresca aquella escena: mi tía fajada golpeando los hilos dos veces con su machete de madera, y luego moviendo de abajo hacia arriba el peine para levantar o bajar los hilos. Mi abuela tarareando como si arrullara en su vientre a la servilleta que bordaba con flores y encajes de colores rojos y verdes, mientras de fondo; como si se escuchara muy lejos, sonaba: “el palomo y la paloma se van a matrimoniar…”. A mí no me gusta bailar, pero para mi abuela y mi tía bailaba un montón cuando era niño ese jarabe, antes de que me enseñaran a tener vergüenza.
Yo creo que la nostalgia comenzó desde que nació mi primer recuerdo. Aunque a recordar nadie nos enseña, con los años va uno regresando a algún momento determinado y así es que se aprende. Recordando una y otra vez, cada vez fui notando más detalles de aquel que creo es mi primer recuerdo. Primero era solamente la imagen borrosa, como un casete mal grabado al que de pronto se le enredaba la cinta, luego recordé también que olía a geranios y a tierra dulce; a patio recién barrido. Más tarde vinieron las mariposas bailando alrededor de las buganvilias, mientras que Bingo, nuestro perro, se echaba en la sombra de las flores y dormía. Desde entonces el recuerdo de mi abuela está en esas flores, y mi infancia es recordar la casa de mi abuela.
Hay otros recuerdos que habitan en nuestra mente y en nuestras palabras, pero que no necesariamente son nuestros. Esto lo aprendí de una fotografía que conservo con recelo. En ella aparezco con apenas un año y medio en la plaza de las armas de la hoy Ciudad de México, llevo puesta una chamarra de color azul cielo, sosteniendo en mi mano izquierda una pelota de plástico amarilla con hexágonos negros. Es de noche y al fondo se mira el Palacio de Gobierno, adornado con lo respectivo al mes patrio. Mis padres recuerdan mucho aquel día porque hay una historia con esa pelota, y yo no me acuerdo de ese día sino de lo que ellos me cuentan al respecto. Es este un recuerdo que me heredaron: un recuerdo de su recuerdo.
Y es que siempre un recuerdo evoca otro recuerdo, por eso uno puede perderse en ellos, por eso hay tanta gente que nada más de recordar vive o eso pretende. Sin embargo, entre recordar e inventar hay una línea delgada que debe traspasarse un poco de vez en cuando para no vivir del pasado. De por sí nuestros recuerdos no son cien por ciento fieles, pero nuestra nostalgia nunca es infundada o mucho menos innecesaria. Así como hay una hora para leer, una hora para caminar, una hora para comer y una hora para dormir, también hay una hora para recordar; para sentir nostalgia.
La nostalgia viene con el tiempo, se sienta a nuestro lado y camina con nosotros cuando es necesario. Aparece en el silencio, en la noche, en los sueños. La nostalgia se nos mete en el cuerpo como una enfermedad que sale en forma de aire por la boca o de rocío por los ojos. Antes solamente la gente grande era nostálgica, así tenían ellos la cara, la palabra y los pasos. Pero eso ha cambiado. Para nosotros, la generación actual, la nostalgia comienza antes. Apenas cumplimos el cuarto de siglo y ya andamos diciendo que las cosas han cambiado, que el pueblo ha cambiado, la costumbre, la ciudad o el campo. Pero es que en verdad todo va cambiado y no se detiene.
La velocidad del llamado “progreso” nos está arrebatando el tiempo, nos deja sin aliento para respirar como es debido. Las carreteras arrebataron a nuestros pies su razón de ser, ya parece que estorban o sólo sirven para sostener el cuerpo; porque la máquina nos lleva a todos lados, establece nuestros tiempos, nuestras rutas y nuestros destinos. Parece que la madurez es el abandono del individuo a competir con sus propios medios y recursos contra los otros por ganarse la vida: la salud, el recreo y el descanso; que es la prisa, el desvelo y comer a destiempo.
La dicotomía de la velocidad en el mundo moderno consiste en que las comunicaciones o la virtualidad se vive en tiempo real, aunque nuestra carne y nuestros huesos vivan a destiempo, cada vez más despojados de este recurso vital. No hay tiempo para caminar por caminar porque no es negocio ser un vago; que no es productivo quiero decir, en términos modernos. No hay tiempo para pensar. El pensar no deja nada de provecho en un mundo donde importa más la mercancía que el pensamiento. Yo recuerdo que en la tiendita del pueblo podía entrar y ver con calma qué comprar, pero hoy eso sería una conducta sospechosa. La gente se ha vuelto impaciente, no se tolera a los lentos, a los indecisos, a los que tardan un poco más que los demás. Hay un ritmo para aprender, para caminar, para conducir, para estudiar, para encontrar empleo, y si uno se retrasa es mal visto.
Lo peor de todo es que ya no hay tiempo para recordar, pero para recordar en serio. Nos despojaron la nostalgia. No extrañamos el verde de los cerros que cada vez hay menos, no extrañamos nuestra lengua, la palabra de nuestros abuelos, nuestra seguridad, nuestro bienestar. No se puede disfrutar el camino, si lo que uno hace cuando camina es preocuparse por llegar a tiempo o incluso por preservar la propia vida. ¿Cómo se puede defender un lago, un bosque, un cerro en donde uno no tiene recuerdos?
El despojo del territorio es también el despojo de la memoria, del recuerdo; y en consecuencia de la nostalgia. Las nuevas generaciones no pueden extrañar algo que no conocen, algo donde no vivieron, pero nosotros que sí, debemos ser nostálgicos: evocar el recuerdo, porque en el recuerdo podemos encontrar la posibilidad de un futuro más vivible.
La nostalgia puede proyectarse a futuro, puede ser un evocar el pasado para repensar un presente. Hay poder en el recuerdo, alguien con un espíritu nostálgico tiene la capacidad para revolucionar un presente del que ha sido despojado. Los nostálgicos nos negamos a dejar de caminar, de pensar, de escuchar chilenas y jarabes, de sembrar la tierra y ejercer las costumbres. La nostalgia es la compañía que te susurra al oído que las cosas pueden ser diferentes, porque ya lo han sido.
No se trata de aferrarse a un pasado glorificado, ni pensar que todo tiempo pasado fue mejor. Se trata de no perder la memoria, de dedicarle su tiempo al recuerdo y sentir nostalgia por aquello que perdimos o estamos perdiendo. La nostalgia no se basa en el consumo o en el intercambio de mercancías, nos obstante, la nostalgia asigna también valor, pero la lógica de este valor se juega en otros terrenos.
Epílogo
En los meses de julio y agosto llovía, y entonces se daban las azucenas en el cerro que llaman el Tanilín. Cada año íbamos en esas fechas a cortar azucenas. Las llevábamos al pueblo, y las calles y casas se llenaban de un aroma dulce. La mesa grande, en la que comía la familia, se vestía de gala con su mejor mantel y mejor florero, porque las azucenas acompañaban al chepiche y a los huajes. Bien podían ser frijoles o puro café con pan amarillo, pero en esos meses la comida sabía diferente.
Entre los de mi edad competíamos por ver quién encontraba la primera azucena; esa es una costumbre que supongo también le tocó vivir a mis ancestros. Sin embargo, la tradición se detuvo unos años: el periodo de tiempo que construyeron ese tramo de autopista, y que nos impidió el paso para subir el cerro. Una autopista que hace casi tres gestiones estatales prometió aumentar la velocidad para llegar al puerto, pero que no ha cumplido su promesa de “velocidad y progreso”.
Con el paso del tiempo aprendimos a lidiar con ello. En lo que estuvo parada la construcción hicimos un portillo en la cerca para poder cruzar. Más tarde dejaron un bajo puente, por el cual se marcan las pisadas de los chivos y las vacas que también suben a pastar, y que aflojan la tierra hasta volverla lodo. Ahí mismo se marcan también las huellas en los montones de basura que arrojan los autos que pasan; y que no queda claro a quién le toca limpiar, pues dicen que ese “ahora” es un tramo federal. Con el tiempo esta tradición ha ido cambiando, pero qué importante que podamos seguirla recordando, y preservar en lo posible que las nuevas generaciones también tengan ahí sus primeros recuerdos. Que no se olvide el nombre del cerro, ni se consuman las veredas entre los espinos y la maleza. Que se sigan contando sus historias. Que no sea nuestra huella absorbida por la huella de basura que arroja esa gente que pasa por ahí con su automóvil y no sabe que el cerro tiene nombre. Porque defender el Territorio comienza por defender su recuerdo.
Mario Cruz
Ocotlán de Morelos, Oaxaca, 1993. Estudió Sociología en la UAM-Xochimilco y actualmente estudia la maestría en Antropología Social en el CIESAS-Pacífico Sur. Se dedica a la Gestión Cultural, la fotografía, la escritura académica y literaria.