Desde las altas montañas agrestes de la sierra mixe, en una nebulosa mañana que despide la madrugada y con la tenue luz que se fuga de las nubes grises de la llovizna perenne, se desenvuelve la novela de Víctor Hugo, y un hombre malhecho surge en medio de los telones de un siglo luminoso para esconderse en la oscuridad de otro, más lejano, más inquisidor y el más temeroso de su sombra, deviniendo en una ciudad parisiense, sucia y llena de vicios de pobreza.
Aún en la lejanía del tiempo y del lugar, la bruma del día, el enfriamiento del aire, la oscuridad eterna, las gotitas heladas cayendo sobre el rostro desnudo, la temperatura cada vez más condensada y el cielo estrato, penetran con la misma hondura sobre los monstruos humanos.
I
¿Un monstruo?
Eso es Quasimodo. Un ser disforme. El trazo poco talentoso de un artista divino, que se ensaña con su persona, mientras a las demás creaciones les permite regocijarse en su perfección. Un ser que emerge en las roídas páginas de un libro viejo y gastado, asomándose con su nariz piramidal ensombreciendo el rostro, con «boca en forma de herradura» y una sonrisa que poco ofrece una bienvenida.
Una pintura con poca luz y un hombre con demasiada oscuridad es la obra del francés, donde el monstruo es dibujado con perfecta disparidad: el ojo izquierdo cubierto por una ceja de matorral, en tanto el derecho desaparecido bajo una enorme verruga, dientes mellados colocados sin orden, «aquí y allá como las colmenas de una fortaleza», un labio calloso, cuyo diente asoma como colmillo de elefante, barbilla hendida, conjuntando un rostro inimitable con expresión de malicia, mezcla de asombro y melancolía.
¿Un monstruo? Eso es la fealdad. Corrijo: el extremo de la fealdad es la monstruosidad. ¿Fealdad? Cuando es inevitable negarle la mirada a un ser, cuando su aspecto es tan repulsivo que te obliga a observar en otra dirección.
¡Oh, la belleza!, se hizo para los seres amados y queridos. No para los expósitos. Los niños huérfanos, de amor, de amigos, de una mano solidaria, caminan armoniosamente por el pavimento solitario, la lluvia sin romanticismo y la crudeza de la vida.
Un padre sin cuerpo, una madre temerosa y el nacimiento no deseado de una criatura que tiene el destino trazado, es el origen. A Quasimodo le han visto en el depósito las mujeres extasiadas de su fealdad, de este modo es presentado a la sociedad que le verá crecer por fuerza y violencia. El pequeño monstruo encontrado, retorciéndose entre las mantas actúa como una bestia, gime y grita como tal; hasta su muerte, no deja de ser un demonio del infierno.
Una acción moral más egoísta que el asesinato, le acoge. Un hombre de frente calva dice: “adopto este niño”, y hace de él su sirviente. Claudio Frollo, un hombre incapacitado para el amor, se aproxima a la infeliz criatura, tan odiada y amenazada, y lleno de compasión se lleva consigo al niño, con la esperanza de que sea recompensado en su hermano menor. Bellas cosas son las morales de todos los tiempos que como las mujeres extasiadas por la hoguera en la que podrían hacer arder al «pequeño brujo» condenan las rarezas y por compasión se quedan con un niño ocultando el verdadero sentido.
Quasimodo es el hijo de una gitana con el diablo, un monstruo compuesto de palabras extrañas, una figura viviente sin forma definida, de ojos tristes, mirada inefable, con sombríos pensamientos. Quasimodo, el campanero, causante de maleficios y del nacimiento de los niños deformes. Es un ser maldito. Sordo de tocar las campanas, aunque mudo no es. Un hombre deforme ante los hombres y mujeres bien hechos, de alegría amarga y desdeñosa.
Quasimodo es un monstro: un monstruo es la basura que la sociedad ha intentado ocultar, un ser deforme, expósito y abandonado a su propia oscuridad…
II
Quasimodo
“Pobre criatura y apenas bosquejada…” Quasimodo: jorobado, tuerto, patizambo, no es más que un casi… Eso es Quasimodo cuando lo miran; en cambio, en su hogar, no es más que él mismo.
Por la costumbre de vivir entre los muros y columnas de la catedral, se creó un lazo íntimo entre el campanero y la iglesia. Ésta se volvió el nido, la casa, la patria y el universo. Notre Dame era Quasimodo. Quasimodo era Notre Dame. Bastaba que él estuviera ahí para que la iglesia cobrara vida. «Era el alma de la iglesia, aunque el pueblo lo tuviera por su demonio». Cuando él desapareció, Nuestra Señora quedó desierta, inanimada, muerta.
En la adolescencia quedó sordo por las campanas. La única puerta hacia el mundo se había cerrado para siempre, el «único rayo de luz a su alma». Su alma cayó en una noche profunda y la melancolía del desdichado resultó tan incurable y completa como su deformidad. Aquel ser de rostro casi humano y cuerpo de bestia, se consoló entre las sombras de los demonios de piedra y las campanas que le habían dejado sordo; pero jamás les guardó rencor, se convirtieron en su único sostén. En las torres de la catedral se podía ver a ese demonio danzando, iluminado por la luz escurridiza que reflejaba su sombra y le devolvía al cielo una imagen del mundo enloquecido. Montado a la campana, bailaba arisco, sujetado a su amante: “… y entonces ya no era ni la campana de Nuestra Señora ni Quasimodo, sino un sueño, un torbellino, una tempestad, el vértigo a caballo del ruido, un espíritu agarrado a una grupa voladora, un extraño centauro, mitad hombre y mitad campana, una especie de horrible Astolfo arrebatado por un prodigioso hipogrifo de bronce vivo.”
Quasimodo danzando entre las sombras, libre, feliz, enloquecido de alegría, borracho de satisfacción, con sus pies asidos a la bestia de metal, ¿habría mejor armonía? ¡Ah, si se pudiera vivir en ese estado perfecto! En un mundo abierto para los ojos de la monstruosidad, donde el cuerpo se refleja perfecto en el interior de una habitación. ¿Qué importancia tiene el mismo mundo, que el cielo caiga, que la gente muera? ¿Qué importancia pueden tener las personas, los insultos, las acusaciones, las ausencias? La oscuridad ofrece total libertad. Y sólo a unos pocos nos pertenece la noche.
La fealdad no quiere ser vista, se esconde entre los tablones, en la oscuridad, en la noche, en donde no pueda ser juzgada. El mundo es un peligro y hay que defenderse de él. Quasimodo mira de reojo con suspicacia el mundo que le rodea, sabe que las miradas escrutadoras afilarán sus lenguas y luego los látigos. Todo monstruo se hace a imagen de su ambiente. Si intentáramos penetrar en el alma de Quasimodo, ésta estaría hecha a semejanza de la catedral, con una coraza densa y dura, enmohecida por la soledad de los muros; si pudiéramos sondar las profundidades de aquel cuerpo contrahecho, encontraríamos el caparazón cerrado y dañado: “es innegable que el alma se atrofia en un cuerpo deforme. Quasimodo sentía apenas moverse a ciegas dentro de sí un alma hecha a su imagen.”
Quasimodo no caminaba, se balanceaba entre las repisas, los barandales, los demonios, los huecos y piedras de la iglesia, sólo él conocía cada espacio y secreto. Sólo él tenía derecho a conocerla. Cada salto, de lugar en lugar, lo aproximaba a un engendro de bestia voladora; a fuerza de saltar, trepar, recrearse en medio de los abismos de la gigantesca catedral, se había «metamorfoseado de alguna forma en mono y rupicabra». No sólo su cuerpo se había amoldado a la catedral, también su alma. El hálito misterioso de su ser se parecía al de la iglesia, era parte de su contenido natural, se incrustó en ella como un aderezo más. Las campanas le comprendían, con ellas retozaba entre las sombras, ¡cuán feliz era en día de fiesta cuando podía hacerlas cantar sin miramientos! La soledad del monstruo es tal, que la más mínima expresión de empatía, le lleva a embriagarse de felicidad, ¿cómo poder conocerlo, acercarse sin espantarle? Acercándose, cautelosamente, porque ahí donde la voz de Quasimodo falla, la de otro monstruo puede hablar, la de Hor: “te ruego que acerques tu oído a mi boca, por lejos que estés de mí, hoy y siempre”.
Pero el jorobado sólo hablaba a solas, con sus amigas, y si alguien lo descubría «huía como un amante sorprendido». Así que si deseáramos hablarle tendríamos que usar otro lenguaje. Sordo como era, únicamente escuchaba la voz de las campanas; se mecía entre ellas, soltando una carcajada insensata, asustando a todo aquel que le espiara. Cuando bailaba se oía su alegría enloquecida y el canto estrepitoso de las campanas, fundidos en una voz que rompía el silencio. El frenesí de las campanas se contagiaba de su alma, o al revés. Él tenía otro lenguaje. El lenguaje de las campanas le era totalmente suyo, a pesar que su padre adoptivo le enseñó a hablar. Pero él no tenía, no quería la lengua de los hombres perfectos. «La palabra humana contenía siempre, para él, una burla, una maldición». Es la creencia general de los monstruos. ¿Y para qué oír esos murmullos incesantes e insensatos? Por ello, tomó la resolución de imponerse un silencio ante los otros, que sólo quebraba cuando estaba solo.
Insensato, mudo por convicción, sordo por amistad e inevitablemente monstruo, sólo las estatuas de los santos le miraban con benevolencia, los demonios de piedra le respetaban y las campanas le hacían fiesta. Sin embargo, este ser mal hecho se burlaba de los hombres.
Quasimodo sólo podía sentir agradecimiento, lo que para él era el cariño, por el arcediano, quien obtenía del jorobado al esclavo más sumiso, el criado más dócil, el perro más vigilante. Había en ello, una abnegación filial y afecto del criado por el amo. Fascinación de un espíritu imperfecto por otro perfecto.
El monstruo ha encontrado un cariño enfermizo. Culpa de la doble fatalidad que lo constituye: su origen desconocido y deforme naturaleza.
III
¿Cómo se puede amar con el alma tan maltrecha reflejo de la monstruosidad del cuerpo?
Tuerto, jorobado y cojo, ¿acaso puede atreverse amar? ¿Qué locura se ha apoderado de un ser tan desgraciado para permitirse semejante desvarío? Si lo logra, habría que inocularle pensamientos más razonables.
El amor está destinado a la belleza, sólo ella puede ser receptiva a las acciones más finas de galanteo. Pero un alma tan descompuesta, cómo puede si quiera atreverse a mirar la belleza, a la perfección humana. Más le valdría ocultarse nuevamente. Ni siquiera podría ser digno de la correspondencia de una mirada furtiva.
Quasimodo estaba condenado. La incapacidad para amar provenía de su propia naturaleza, de su rostro disforme, de su cuerpo mal unido, del nacimiento tan dudoso, de su padre adoptivo, de la gente, de su maldad, inclusive de la soledad. Para los hombres los monstruos no pueden, no deben amar. El engendro lo cree porque ha crecido con el odio interiorizado. No sólo el cuerpo de Quasimodo es feo, también su alma.
El cuerpo se ha acostumbrado a los ásperos roces, a las miradas aterradas de los hombres perfectos, a los insultos en las plazas o a los silencios en el mejor de los casos. El amor es como la belleza, sólo resulta de la armonía. Contrariamente, «Quasimodo parecía un gigante hecho pedazos y vuelto a juntar por manos inexpertas, un cíclope insensible, rechoncho, cuadrado por la base», era la perfección de la fealdad, ¿qué puede engendrar la fealdad, sino repulsión y odio?
Ah, pero una cosa es tener capacidad para amar y otra para ser amado, si la primera es posible, la segunda en cambio, parece inadmisible. Sí, el amor parece imposible para alguien tan imperfecto… Aunque tal vez, sólo tal vez, no se trate de perfección, sino de un tipo diferente de amor.
IV
¿Es la monstruosidad un impedimento para ser amado?
Los destinos de varios monstruos pueden depender de la respuesta… Hay seres que debieran ser abortados antes de llegar a conocer la bondad de la moral egoísta, eso les evitaría un par de descalabros y desilusiones.
El monstruo real se oculta entre la suciedad, la oscuridad de la ciudad y el desecho de la humanidad. En cualquier época y región se tiene su propio lugar cubierto de las mismas esencias y a un ser que jamás será amado.
¿Cómo mirar de frente a una criatura ridículamente fea? Quasimodo poseía la fealdad más extrema, el rostro menos apetecible, una cabeza coronada por una mata rojiza del infierno. Bastaba ver cómo la gente se asombraba al ver su cara en el concurso de las muecas, «¡la mueca era su rostro! O más bien toda su persona era una mueca». Una mofa de la sombra de un hombre. ¿Quién en su sano juicio se enamoraría de un ser cuya alma se asoma entre los hombros? ¿Qué ser, de qué tiempo, conseguiría resistir una presencia así por más de un instante? La pasión del campanero estaba prisionera en un cuerpo con una enorme giba, con un sistema de muslos y piernas tan extrañamente ahorquillados que no podían juntase más que por las rodillas, y que vistas por delante parecían dos hoces reunidas, anchos pies y manos monstruosas que no se hicieron para ser el amante más delicado ni apetecible. Por si fuera poco, toda esta deformidad inspiraba un aire temible de fuerza y violencia. El rostro más alegre del jorobado era una horrible mueca.
Esmeralda no podía evitar sentir miedo cuando tenía que observarlo, el jorobado se daba cuenta de que la gitana se sentía amenazada por tanta fealdad, ¿enteramente era su culpa? Le aterraba la triste figura del jorobado, intentaba no cerrar los ojos pero sus tentativas eran vanas y cuando pretendía mirarlo de distinta manera siempre se le aparecía la cara de un mono, tuerto y mellado. No podía evitarlo, tenía que esconderse detrás de la columna, a pesar de que le llevaba la comida y le procuraba demasiadas atenciones, él debía cubrirse con su ancha mano, ¡pobre Quasimodo!, «era más triste el acento de sus palabras, que las palabras mismas» cuando sentía su repulsión. ¿Se cree que en nuestros tiempos esto no pasaría? El monstruo no sólo tiene fealdad física, su espíritu está contagiado. Un alma monstruosa difícilmente se cura. El monstruo termina siendo más congruente que el hombre perfecto.
El amor de Quasimodo no es el de un hombre que dice “te amo” a una mujer bonita. En todo caso, el amor debería ser algo más sublime, el amor no es tan frívolo, amor son más que las caricias y los besos. El amor del monstruo es más auténtico. Es el amor que se rebasa a sí mismo. Es lo que ya no se puede callar, porque de lo contrario, moriría. ¿Una voz ronca y esteparia podría esconder una voz dulce? Vamos a plantearlo de otro modo, ¿quién podría entender el amor para amar a un monstruo?
V
¿Maldad? Sólo el dolor
A medida que iba creciendo el campanero, sólo había entorno a él odio. Él se había apoderado de ese odio, se nutrió de la maldad general. «Había recogido la maldad, el arma, con que lo habían herido». Después, fue cómplice el tiempo: volvió el rostro del monstruo hacia los hombres.
La monstruosidad y la ira van acompañados, ¿cómo no pactar con amiga tan eficiente y placentera? Pero existe una respuesta razonable para ello, los pensamientos de aquel ser maldito también estaban infectados, en su mente “las impresiones de los objetos experimentaban una refracción considerable antes de llegar a su pensamiento. Su cerebro era un centro particular; las ideas que le atravesaban salían de él torcidas del todo. La reflexión que provenía de aquella refracción era necesariamente divergente y desviada”. De ahí que nacieran mil ilusiones ópticas que le provocaban los extravíos de la razón y los descarríos en que divagaba su mente. El entendimiento que moraba en el cuerpo deforme, era imperfecto y sordo. La percepción del monstruo no es la misma que la del hombre, desconoce la maldad y la bondad, sólo hay actos para él. A Quasimodo el mundo le parecía más lejano que a las personas, o eso decían ellas. El hecho era hacerlo malo, a casusa de su percepción. “Era malo, en efecto, porque era salvaje, y era salvaje porque era feo. En su naturaleza había una lógica, como la hay en la nuestra”.
La maldad no era innata en él, tuvo que primero sentirse despreciado, avergonzado y rechazado, para desarrollar toda la maldad de la que era capaz al grado que su demonio interno fuera el más temible de los que se conocieran. El Reino de Germania, el pueblo de Egipto, el pueblo de los locos, tullidos, ladrones, mendigos, la escoria de la sociedad ni siquiera lo aceptaba, el jorobado estaba muy por delante de sus habilidades. Las cualidades de Quasimodo: jorobado, robusto, patizambo, ágil, sordo y malo, no tenían comparación con ningún otro. Su fuerza extraordinaria, era el complemento más eficaz para todos sus actos de locura y crímenes. Él, conscripto de la maldad, malhechor de malhechores, rechazado por los suyos. La monstruosidad es un delito mayor. Su mayor crimen era su propia fealdad. Pero curioso, durante la noche carecía de su arma más formidable: la fealdad. La noche le cobijaba tan bien que le traicionaba para sostener su maldad. El día en cambio, lo delataba sin compasión, arrojándolo a las fauces de los hombres. La única forma de salir en el día sería en la libertad de los bosques, en el desierto de las montañas. Pero, ¿la ciudad?
Frankenstein lo sabía. Lo sabía al perderse entre las cordilleras, sujeto entre los árboles, listo para atacar. Él supo primero que el dolor era la causa de su mal, antes que su naturaleza corrupta y destinada al mal, él quien sólo había pedido una cosa, sólo una y le fue negada: alguien para él. Sujeto, como estaba a su naturaleza, estaba listo para herir, matar. El dolor lo había llevado a cometer crímenes sin compasión, ¿por qué tendría que tenerla si no la había conocido? Sólo en la naturaleza desaparece la fealdad, el delito, el desamor. Lo misterioso y mágico se suscita en las alturas, ¡vaya a saber si es el frío, la misma altura o la presión atmosférica! Las montañas mixes o las cordilleras europeas están tan cerca del cielo que permiten esconderse de los hombres.
Los demonios son parte inherente del monstruo. La genealogía de la monstruosidad puede seguirse: es el rechazado de la sociedad, el abandonado por sus progenitores, el odiado por todos. Frankenstein comparte con Quasimodo el dolor, lo inevitable de la monstruosidad. Ambos dispuestos a herir ante la menor señal. Motivados por el asesinato y por la furia… furia que ha dejado de serlo, para mezclarse con su espíritu. Piden sólo amar con libertad y que alguien sea capaz de amarlos. Quasimodo suplica por un poco de agua y encuentra un ser que idealiza, Frankenstein implora un ser para él, que sólo sueña. Condenados a la oscuridad de su propia alma. ¿Dónde se encuentran? En la misma oscuridad, embalsamados de destierro. La muerte es la única salida. Los crímenes y las suplicas no van de la mano, otro monstruo lo comprendió bien en el último momento: «mi reino por un caballo». Ricardo III, muerto en la soledad.
Un monstruo sólo puede ser comprendido por otro monstruo, lo que no quita que pueda amar a quién no lo es. El monstruo se condena al pedir un alma para sí, en lugar de seguir los designios naturales y quedarse en la noche o perderse en las montañas. Pero Quasimodo, estaba atrapado.
VI
¿Quasimodo enamorado?
Quasimodo se había dejado atar y conducir a la picota, tenía que pagar el delito. Un rostro asombrado por los hechos recientes revelaba la confusión. La giba desnuda, el pecho de camello, sus hombros callosos y velludos se estremecieron ante los golpes. Incluso en el patíbulo hacía reír a la audiencia. Un sentimiento de desaliento amargo y profundo le cubrió. Le llovían injurias, imprecaciones, silbidos, risas y piedras. Su rostro no mostraba vergüenza ni pudor, estaba lejos de la sociedad. La cólera y el odio se traducían en su única mirada. Su rostro se volvió impasible, sin lectura e interpretación.
El monstruo suplica un poco de agua y sólo Esmeralda se apiada; él a cambio le dedica una lágrima: «Una lágrima por una gota de agua». Quasimodo enamorado es tan ridículo como su propio rostro. La muchacha de cabellos trenzados adornados con cequíes sólo puede amar a Febo.
Aquel pobre huérfano enamorado ¿qué opción tiene?, si por una gota de agua ha entregado el corazón. «Es que la pasión es más ciega cuando no tiene consciencia ni conocimiento de sí misma». Alguna vez quiso declarar su amor sin condiciones, «pero su amor era indecible, ni piedra ni animal». Mientras Esmeralda estaba condenada a la belleza del capitán. Sólo, entonces el jorobado miró con profunda amargura la felicidad que la belleza podía producir y comprendió en su desdicha la oscuridad que le había cubierto: los hombres no pudieron arrebatarle la capacidad de amar.
Sólo dos personas se disputaban el dominio de su corazón: el arcediano y la gitana. A los dos los quería, pero la pasión de uno había asesinado a la otra y Quasimodo comete su último crimen, empujando al arcediano sobre el abismo. «La tragedia es la mayor de todas las locuras».
La muerte de un monstruo es nada. Aquél despojo humano unido para la eternidad al cuerpo del amor, se volvió polvo. Quasimodo apasionado rebasó sus propios límites.
VII
El último demonio
Existe un sólo demonio del que ni los monstruos pueden escapar: amar.
Para citar este texto:
Matías Rendón, Ana. «El amor y otros monstruos: Quasimodo» en Revista Sinfín, no. 1, septiembre-octubre de 2013, México, 22-26pp. |

Ana Matías Rendón
Sin lugar de origen ni destino. Escritora. Es hacedora de imágenes con las palabras; Ghostwriter, para ganarse la vida y filósofa, porque no le queda de otra. Blog personal: https://anamatiasrendon.wordpress.com/