Quien escribe está frente a la página por varias veces. Dimensiona un lugar de creación para tocar el blanco de la página y sentir el humus de las palabras. Así se proyecta un cuerpo a cuerpo, o un cuerpo en el cuerpo, un intercambio corporal en el lugar de la página. Pensar ese lugar significa nombrarlo en el pliegue de lo que llega, en el casi-nada inicial de lo que se escribe.
En esa medida, pensar y escribir se demandan mutuamente, se implican, se cruzan incluso (en el infinito, es cierto). Pensar y escribir. Escribir con la palabra, con el trazo de la palabra y con el trazo del trazarse del cuerpo. El desamparo delante de la página en blanco denuncia una imposibilidad de darse al cuerpo, de orientarse en los caminos que éste alberga. El cuerpo es lo que abre espacio entre el pensar y el escribir. Pero no se puede equivocar concibiendo el pensamiento como una especie de propedéutica del conocimiento. El pensamiento es lo corporal, aquello que engarza toda relación entre mundo y palabra.
Así entre el pensar y el escribir, entre el concepto y la palabra, aparece el ser del escrito. Ahora bien, para hacerse a la experiencia de éste, hay que exponerse en el corazón de lo abierto, albergarse en él, recorrer los caminos de búsqueda que demanda el teclear en el blanco de la página, para restituirles un peso a las palabras y poder tocar su sentido en la tierra de la escritura. Cuerpo de palabras que estando aquí se figura intocable y sutil. Sin embargo, el lugar de su presencia es el que produce un efecto de repliegue sobre el tejido textual en el que las mismas palabras golpean el soporte, lo labran, fragmentan el mundo que las recibe; y a la vez espacian las diferencias, abren una posibilidad de relación, para instaurar un espacio en el que son la noche desplegada.
Por eso es que lo escrito está dándose y retirándose en el acontecer mismo de lo que se escribe. Aunque entre una y otra palabra, y aún otra posibilidad, no llega la única posibilidad de la escritura: la palabra insostenible. Entre un intento y otro, el tiempo de la escritura (e incluso el de la lectura) impone una borradura, frontera sin lugar y sin propiedad. En esa borradura, palabra a palabra, algo se inaugura, algo comienza, en el sentido de una donación, de un trayecto que se marca como entre nubes y luciérnagas.
Vale afirmar que la trayectoria de lo escrito juega la suerte misma de lo que no tiene propiamente un en sí, que se inscribe fuera de los márgenes de la página. El cuerpo de lo escrito está gobernado por la intensidad de cada latido. Y es en la retirada de ese cuerpo, en el espacio que dimensiona, en los márgenes de la página dejados libres por su retirada, donde hay un desbordamiento que demanda otra entrada, una re-vuelta de la palabra que expone una palabra más en lo incesante del interrogante que escapa.
Después lo que queda es el carácter doble de las palabras, que comparte el doblez de la huella de sentido, que siempre es de otro y siempre remite a otro cuerpo para que tome su lugar en lo que se escribe. Un lugar que no es propiamente un lugar y que no pertenece a nadie. Un lugar que se dona a las diferencias, una posibilidad para la creación.
Y hay que dejarlo claro una vez más: las palabras que golpean y crean no son algo derivado. Son el hecho, siempre singular, que inaugura otra instancia de paso, en la fracción de lo escrito que se sustrae al escritor. Dar sentido a lo anterior, será una posibilidad en el cruce, en los intersticios de la página donde se inyecta y entromete al otro, quien ve, incesantemente, un universo que dura un instante.
Para citar este texto:
España Eraso, Jonathan Alexander . «Escritura: el acontecer de las palabras» en Revista Sinfín, no. 14, noviembre-diciembre, México, 2015, 70-71pp. ISSN: 2395-9428. |