La escuela rural y el desarrollo comunitario: Repensando la labor del profesor

La escuela rural es un espacio social óptimo para conducir la búsqueda del desarrollo comunitario. Históricamente, las sociedades campesinas mexicanas han sido engañadas por una ilusión del desarrollo económico, social y cultural; una ilusión que se ha extendido a todos los sectores populares de nuestro país, pero que se ha agudizado de manera importante en el área rural. Vivimos bajo las fauces de una sociedad capitalista, impuesta por el imperialismo político y comercial, de manera seductora y violenta, que ha impregnado el complejo social de unos valores que nos hacen dirigir la mirada hacia el poder económico, político, hacia la producción a gran escala, hacia lo internacional, olvidándonos, excluyendo y marginando a los sectores que producen y buscan su bienestar en la escala familiar, comunitaria. Bajo esa mirada microespacial, la escuela rural puede fungir como un agente integrador entre la comunidad, el desarrollo comunitario y los saberes del alumno.

El principal actor que vigila el adecuado cumplimiento de las prácticas educativas en la escuela rural es el profesor, incluso antes que el Estado y su aparato burocrático. El profesor es quien interactúa en el día a día con los estudiantes, los padres de familia, la comunidad, sus necesidades, la marginación, los caminos sinuosos en ocasiones casi inaccesibles. El Estado, con su enorme y complejo sistema burocrático, alejado y alojado en sus oficinas, no ha atinado o no ha querido dar cuenta de las necesidades reales de un sector de la sociedad que ha sido olvidado, desplazado, incluso invisibilizado. La función del Estado se transforma entonces en una cuestión moral, se sitúa en el terreno del deber ser, pues es, o mejor dicho, debería ser el encargado de dotar a los profesores de los recursos necesarios para el adecuado cumplimiento de la difícil y, por mucho, gratificante tarea de educar.

Educar, del latín educhere: salir de. ¿Salir de dónde? De la marginación, de la exclusión, del olvido, del rezago educativo, del engaño. La educación rural no debe conformarse únicamente con la transmisión de saberes académicos, es su obligación el propiciar la búsqueda de la libertad a través del pensamiento crítico de los alumnos, de la reflexión, del análisis de su contexto sociocultural y de otros; la educación rural no limita su campo de acción al cuadrilátero de las aulas (cuando las hay), es una tarea que va mucho más lejos al procurar la integración de la comunidad, de los padres de familia y de los alumnos en la propia búsqueda del desarrollo comunitario, en la búsqueda de la liberación de las cadenas del olvido. Visto desde esta perspectiva, ¿cuál es entonces el objetivo de la educación rural?, ¿debe capacitar alumnos para el trabajo técnico y manual?, ¿debe buscar como meta última el acceso a la educación superior?, ¿debe vigilar primordialmente el desarrollo comunitario?, ¿qué saberes enseñar? Detengámonos un momento a pensar, re-pensar y construir nuevas respuestas a viejos cuestionamientos.

El profesor rural, como tantos otros, tiene una tarea sumamente compleja delante de sí, en la que el horizonte parece difuso, inalcanzable. Es por ello que resulta imprescindible hacer una pausa antes de continuar nuestra labor docente para reflexionar y dejarnos claro cuál es el alcance de nuestro trabajo: ¿hacia dónde se dirige la educación rural? o mejor aún, ¿hacia dónde debemos dirigirla?, ¿somos partícipes de una justificación estatal que busca su propia legitimidad a través de la ilusión de “educación para todos” sin importar las condiciones en las que se ofrezca? o ¿nuestro trabajo es mucho más noble y asumiremos una verdadera responsabilidad con una parte de la sociedad a la cuál pertenecemos?, ¿nuestra labor se reduce a la educación formal o forma parte de una visión más amplia que involucra el trabajo comunitario y cooperativo en la búsqueda de mejores condiciones de vida que no han sido proporcionadas por quienes debieron de haberlo hecho desde hace mucho tiempo?

Profesores al grito de tierra y libertad

La tierra, matriz sagrada de donde brota la vida: antigua visión indígena. México y su historia se han desarrollado alrededor de la tierra, de su trabajo, de la riqueza que posee y que provee. La agricultura, sin excluir a la ganadería y otras formas de trabajo en el campo, son parte inseparable de la economía mexicana, de su política, de sus luchas, de su cultura, de su paso del tiempo.

El México antiguo, antes de la invasión española, basó gran parte de su sistema económico, de su religión, de su visión del mundo, en el cultivo de la tierra, la relacionó con lo sagrado, con el origen de la vida, conexión mística del hombre y la naturaleza; debemos admitir, paradójicamente, que la técnica de roza al cultivar causó daño a algunas zonas fértiles. La llegada del mundo español y su bravía ansiedad de riqueza y de prolongación transatlántica del poder despótico, despojaron al indígena de su propiedad legítima de la tierra, de su conexión con la divinidad, de su forma comunal de subsistencia e instalaron en su sitio un sistema de dominación basado en la propiedad privada: la encomienda, como principio; la hacienda, como continuación. Desde entonces la tierra se convirtió en una mera mercancía de valor económico, administrada y explotada por una élite con poder absoluto quien veló por su propio interés, por su propio beneficio. Hace quinientos años se inició una sangrienta, absurda, necesaria, cruel, justa, injusta lucha por el control de la tierra: para mantener su dominio, por un lado; para recuperar lo propio, por el otro.

Trescientos años de colonialismo español; poco más de medio siglo adicional de guerra civil entre facciones políticas e ideológicas contrarias, una dictadura de tres décadas y una ambición despiadada por el poder político y económico de diversas élites mantuvieron al campo, a lo rural en el olvido, a cargo de impíos terratenientes; una lucha revolucionaria, agrarista y despierta, justa en sus orígenes, pero pervertida en lo sucesivo por el caudillismo y la instauración de un nuevo régimen dictatorial institucional: el partido, más preocupado por justificar su sitio en el poder, a través de espejismos desarrollistas, que por atender las verdaderas necesidades de una sociedad oprimida, desigual y pobre. Ello es el antecedente histórico que todavía sigue latente y evidente en el campo mexicano. Basta con acercarse a él para darse cuenta de sus condiciones de existencia, para darse cuenta que las palabras de crítica, de lucha, de auxilio, no son sólo un discurso: son una realidad. Su situación, como la de muchos otros sectores de la sociedad mexicana, es grave, desalentadora, crítica, preocupante.

Un ejercicio reflexivo nos puede ayudar a comprender que la génesis de la exclusión, la marginación, la pobreza, el rezago educativo y el olvido del campo no es obra de la casualidad, no es parte de una coyuntura, no es falta de ánimos de su población, aunque en ocasiones lo parezca. El problema es histórico, estructural, político, institucional; pero también es un problema de voluntades, se requiere de voluntad para buscar la libertad. La filosofía clásica griega, todavía es capaz de mostrarnos su grandeza: Platón, en el “mito de la caverna”, nos muestra cómo la voluntad humana es un impulsor importante en la búsqueda de la propia libertad, en la decisión de romper las cadenas de la opresión y adentrarse en el camino, sinuoso al principio, claro está, de mejores condiciones materiales, sociales, culturales, de existencia. Atenernos a la reforma estructural que propicie un cambio en dichas condiciones de vida, será mantenernos como en el “mito de Sísifo”, quien se pasó el resto de su vida intentando subir la piedra a la montaña elevada y cada vez que estaba a punto de llegar, ésta regresaba rodando a su punto inicial.

La voluntad, en este sentido, debe ser nuestra como profesores rurales. La búsqueda de la libertad no es hacer el trabajo que corresponde a los funcionarios públicos, no es justificar a los gobiernos represores, es tomar parte activa del problema, es asumir parte de la responsabilidad que nos compete. Alguna vez, Václav Havel, dramaturgo y ex presidente checo, expresó atinadamente que la esperanza no es la convicción de que las cosas saldrán bien, sino la certidumbre de que algo tiene sentido, sin importar su resultado final. El profesor rural debe tener la certidumbre de que su trabajo tiene sentido, debe contagiar esa certidumbre a sus estudiantes, a sus padres, a la comunidad en la que trabaja, no es sencillo, pero tampoco imposible: el trabajo de un artista consiste en hacer que parezca fácil lo que es en esencia sumamente complicado, arduo trabajo que se consigue a través de una práctica constante. El profesor rural no busca un resultado final, busca resultados constantes.

Encontrar el camino adecuado que nos conduzca hacia la libertad, hacia esa emancipación de las cadenas de la opresión, será espinoso. Participar en esa búsqueda es complicado, pero un buen punto de partida, a mi juicio, es irnos acompañados del pensamiento crítico, reflexivo. Forjar un trabajo intelectual que nos lleve a cuestionar la legitimidad del orden establecido, de la desigual distribución del poder y de la riqueza, que nos ayude a comprender nuestra posición y papel en la historia y la estructura social presente, que nos ayude a proponer, con argumentos sólidos, nuevas alternativas para la solución de conflictos.

Es evidente, entonces, la necesidad de forjar en los estudiantes, en nosotros mismos, una conciencia crítica como práctica para la libertad. La reflexión continua, el conocimiento de aquellos acontecimientos sociales, políticos, económicos, culturales que originan las desigualdades, la opresión, nos permitirá en gran medida proponer alternativas para propiciar un cambio, un cambio en el que los actores víctimas de la explotación, del abandono, asuman una actitud libertaria de sí mismos, tomen el poder que les corresponde y propicien, por sí mismos, el cambio social y el desarrollo comunitario que por siglos, después de tantas luchas, de tantas lágrimas, de tanta desesperanza (a veces, ninguna de ellas, sumidos en el conformismo, hay que decirlo) han buscado sin éxito. Peter Mc Laren, uno de los principales impulsores de la pedagogía crítica, refiere que “el conocimiento es relevante sólo cuando comienza con las experiencias que los estudiantes traen con ellos de su cultura de origen; es crítico sólo si muestra que algunas de esas experiencias son problemáticas (por ejemplo, racistas o sexistas); y es transformador sólo si los estudiantes comienzan a usar el conocimiento para dar poder a los demás, incluyendo a los individuos de la comunidad que los rodea. El conocimiento entonces se vincula a la reforma social”. (McLaren, 1984: 232)

El aprendizaje con un verdadero significado social para el alumno de la escuela rural, además de estar vinculado a su contexto sociocultural, en primera y no como única instancia, se transformará en pensamiento crítico cuando sea capaz de mostrar aquellos acontecimientos de la realidad social e histórica que le han colocado en situación de desventaja. Adquirirá un elemento transformador cuando se vincule con el trabajo comunitario, cuando la escuela tome un papel activo en la integración de la comunidad, los padres de familia y los estudiantes, cuando aquellos conocimientos curriculares y extracurriculares sean aterrizados a la colectividad en forma de trabajo cooperativo para buscar mejores condiciones comunes de vida. El trabajo integrador entre los saberes curriculares del alumno, el pensamiento crítico y el diseño de estrategias para el trabajo y desarrollo comunitario, forman parte de las actividades del profesor. Debe procurar llevar a cabo una práctica liberalizadora, pero a la vez integradora y propositiva.

La justicia como alternativa para el desarrollo comunitario

¿Qué es el desarrollo comunitario?, ¿Qué elementos de la vida social debemos tomar en cuenta para inducirlo? La respuesta a estos cuestionamientos es compleja; sin embargo, un esbozo teórico en este punto podría guiar el trabajo empírico, el cual debe adecuarse y diseñarse con base a cada espacio sociocultural, a cada contexto económico, a cada escuela particular y los recursos de que dispone.

El concepto de desarrollo en la sociedad posmoderna actual hace referencia a un incremento y un mejoramiento continuo de la tecnología, en lo particular, y de las condiciones materiales de existencia, en lo general. La filosofía positivista, que desde mediados del siglo XIX, con la adopción de las ideas de Augusto Comte y los socialistas utópicos, impregnó la ideología liberal mexicana primero y porfiriana y posrevolucionaria después, ha contribuido al establecimiento de una visión del desarrollo vinculada a la noción de progreso (incremento y acumulación) del conocimiento científico y su posterior aplicación en los usos tecnológicos, y a la creencia general de que dicho progreso científico, tecnológico y material habrá de constituir el bienestar general en la sociedad, aunque sea sólo una apariencia, una ilusión, un sentimiento vacuo.

La idea de desarrollo bajo la mirada anterior excluye de su enfoque cualquier elemento que se encuentre fuera del mejoramiento de las condiciones materiales de existencia, convirtiéndose así en una praxis política desarrollista, ilusoria, excluyente, corrupta. Debemos buscar entonces una perspectiva del desarrollo que sea incluyente, que además de buscar mejores condiciones de vida materiales y alimentarias para la población, busque y procure una participación activa de sus ciudadanos en el trabajo comunitario, a través del establecimiento de lazos sociales basados en la cooperación y la confianza. El desarrollo también debe estar ligado a las ideas de libertad, de rompimiento de las cadenas de la opresión, de acceso a la justicia.

Al proponer que la escuela rural puede llegar a ser un puente integrador entre los estudiantes, sus saberes académicos y el desarrollo comunitario, planteamos que dicho puente puede conducir a sus habitantes hacia la búsqueda constante, en términos de Adela Cortina, del acceso a la justicia, entendida ésta como la visualización y satisfacción de sus necesidades básicas, ya que “solo puede sentirse parte de una sociedad quien sabe que esa sociedad se preocupa activamente por su supervivencia digna” (Cortina, 2003: 66-67). La justicia sólo puede garantizarse a través de la solidaridad de sus ciudadanos, agrega Cortina. Bajo esta lupa, la justicia social, en términos de John Rawls, es un convenio en el que se establecen las participaciones distributivas correctas, es decir, que proporcionará un modo para asignar derechos y deberes en las instituciones básicas de la sociedad y definirá la correcta distribución de los beneficios y las cargas de la cooperación social; por tanto, los principios de la justicia social se deben aplicar a evitar las desigualdades de la estructura básica de toda sociedad. (Rawls, 2003: 20-27)

“Axolt”. Fotografía de Noé Zapoteco
“Axolt”. Fotografía de Noé Zapoteco

El desarrollo comunitario es la búsqueda constante del mejoramiento de las condiciones materiales de existencia, del acceso a la justicia, es decir, de la satisfacción de las necesidades básicas, políticas, laborales, económicas y culturales, a través del trabajo comunitario organizado; dicho trabajo puede ser reforzado a través de lazos de cooperación y confianza mutuas entre los miembros de la misma comunidad, incrementando su capital social.

El concepto de capital social es un elemento clave que puede ser útil para guiar la acción coordinada y participativa en la construcción colectiva del puente hacia el desarrollo. A manera de síntesis, se identifican tres elementos, que sociólogos contemporáneos en el manejo del concepto, como Pierre Bourdieu y Robert Putnam, han propuesto como condiciones necesarias para su existencia: a) la conformación de una red de relaciones entre los miembros de la comunidad basada en la confianza recíproca, b) en el compromiso cívico y c) en la cooperación. La sociología política contemporánea advierte que cuando en una sociedad se permite y se motiva la presencia de las condiciones sociales anteriores, ya sea por el Estado, la sociedad civil organizada, o en nuestro caso por la escuela, es posible facilitar el impulso del trabajo comunitario y el establecimiento de la acción coordinada, trabajo primigenio pero sustancioso, arma social para la batalla contra el abandono.

Las estrategias que el profesor rural adopte para fomentar el incremento del capital social de la comunidad, y por ende del fortalecimiento de los lazos de cooperación y ayuda mutua, tendrán su fundamento en los contextos específicos bajo los cuales desarrolla su trabajo. Sería una tarea imposible y errática definir estrategias de intervención diseñadas a priori, pues existe una diversidad de contextos económicos, sociales, culturales, ideológicos, políticos. La creatividad, la experiencia, la labor intelectual y un constante trabajo de campo permitirán diseñar, de manera paulatina, estrategias asertivas de intervención. Los foros sociales de discusión académica, teórica, ideológica, empírica, son y serán herramientas adecuadas para el intercambio de experiencias, posturas, argumentos, ideas, acuerdos y desacuerdos al respecto.

Reflexiones finales: apuntes sobre el olvido, obstáculo del desarrollo igualitario.

El olvido. Olvidar es desprender de nosotros mismos, de nuestras entrañas, de nuestro pensamiento, de nuestros deseos, de nuestras aspiraciones, de nuestro ser, aquello a lo que hemos restado importancia y que se ha vuelto prescindible al cabo del tiempo, de la fuerza, del engaño. Olvidar significa que realmente colocamos en un sitio ajeno a nuestra existencia aquello que alguna vez fue relevante para nosotros o que cuando menos tuvimos conciencia de su paso por el mundo; olvidar no es un intento, es un hecho consumado.

A lo largo de la historia los pueblos y las sociedades hemos realizado esfuerzos importantes, sistemáticos y disciplinados por olvidar a nuestros coterráneos. Nos hemos olvidado de que existe la diversidad humana y hemos buscado la homogeneidad, nos hemos olvidado de la variedad de pueblos y hemos exaltado los nacionalismos, nos hemos olvidado de que siempre hay alguien que sufre más que nosotros mismos y nos hemos abocado al egocentrismo.

El olvido es un estado que se desprende no tanto del descuido como de la ambición por el poder.  Si hoy en día en algún sitio del ancho mundo existen, porque están allí, aunque no nos demos cuenta, sociedades olvidadas, es porque así nos han enseñado que tiene que ser, es porque adquirimos la creencia de que la pobreza, la exclusión, la explotación son necesarias para que exista la riqueza en otros sitios, en otros grupos, en otras realidades. Para que el accionista de una trasnacional genere riqueza debe generar explotación. La ambición por el poder político, económico y cultural nos seduce e inevitablemente nos hace voltear la mirada hacia los valores que ostentan los portadores de dicho poder.

La cuestión es que las realidades alternas, las realidades que creemos alejadas de nosotros y que están en el olvido, porque pocas veces nos dirigimos hacia ellas, nos preocupamos por ellas, nos solidarizamos con ellas, están más cerca de nosotros de lo que aparentan. Los grupos olvidados están en nuestra familia, con aquellos familiares a quienes nunca visitamos, están con nuestros vecinos, en la colonia contigua, en nuestro camino diario al trabajo, en la montaña que nos parece tan hermosa al atardecer, en nuestras escuelas, en nosotros mismos. En cada sitio de nuestro México, de América Latina, encontraremos a los olvidados, en cada lugar al que vayamos observaremos sin observar, escucharemos sin escuchar a los olvidados, a quienes el poder político y económico se olvidó de recordar y únicamente atendió cuando le fueron de utilidad, cuando se dio cuenta de que en ellos podría encontrar una valiosa mercancía.

¿Cómo hacer para trasladar del terreno del olvido a nuestros coterráneos? La respuesta es sencilla: recordándolos. ¿Recordándolos? Sí, recordándolos. Para el profesor rural, para el activista social, para el ciudadano comprometido consigo mismo y con su comunidad, recordar es poner manos a la obra, es volver visibles a los invisibles, es dotar de poder a quienes lo perdieron todo, es devolver la esperanza a quienes nunca la tuvieron, porque no la conocen, es trazar y forjar los caminos hacia la existencia verdadera, auténtica, justa; es inventar y reinventar el pensamiento crítico, es denunciar el olvido, la mentira, el engaño. Recordar: símbolo auténtico de la memoria constante.

Profesores rurales: Tomemos nuestra responsabilidad, hagamos nuestro trabajo. Enseñemos contenidos curriculares rigurosos, seamos personas con alto sentido humanitario, crítico, reflexivo. Tenemos delante de nosotros la oportunidad encontrar el verdadero sentido de la lucha social, de salvar del olvido, de la opresión, de la exclusión a quienes sin siquiera tener oportunidad de defenderse perdieron lo único que les quedaba: su libertad. Recordar. Actuar. Cooperar.

Autoridades educativas: El poder es la facultad de cambiar el estado de cosas vigente. Equidad. Equidad. Equidad.

Bibliografía

  • McLaren, Peter (1984). La vida en las escuelas. Una introducción a la pedagogía crítica en los fundamentos de la educación. México, Siglo XXI Editores.
  • Cortina, Adela (2003). Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía. España, Alianza Editorial.
  • Rawls, John (2003). Teoría de la justicia. Trad. Ma. Dolores Gonzáles. México, Fondo de Cultura Económica.
Fotografía de Marcio Jung
«Casa». Fotografía de Marcio Jung
Para citar este texto:

Troncoso Macías, Jesús Eduardo. «La escuela rural y el desarrollo comunitario: Repensando la labor del profesor» en Revista Sinfín, no. 23, año 4, México, marzo 2017, 33-39pp. ISSN: 2395-9428: https://www.revistasinfin.com/revista/

Jesús Eduardo Troncoso Macías

El autor es Licenciado en Sociología por la Universidad de Guanajuato, actualmente labora como profesor para el Sistema Avanzado de Bachillerato y Educación Superior en el Estado de Guanajuato (SABES); anteriormente desempeñó un cargo homólogo para la Universidad Virtual del Estado de Guanajuato y laboró para la administración pública estatal.

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