Shirley Jackson o el terror de lo cotidiano

Ningún organismo vivo puede prolongar su existencia durante mucho tiempo en condiciones de realidad absoluta sin perder el juicio; hasta las alondras y las chicharras sueñan, según suponen algunos.

Shirley Jackson (La maldición de Hill House)

Cuando Lovecraft escribió su largo ensayo sobre el horror en la literatura una de sus principales motivaciones era reivindicar el género fantástico, en el que veía la superioridad de lo espiritual sobre lo material. A esa postura lo acercó aquel rechazo y asco que nacía del contacto forzado con la realidad, de la que buscaba huir de cualquier forma que pudiera; construyó entonces una obra que le permitía sublimar su horror y aversión al mismo tiempo que lo superaba —en su mundo ficcional, al menos—, constituyendo así el llamado horror cósmico que habría de permear tan profundamente en el género, y que si bien tiene un dejo desesperanzador y fatalista también alcanza una buena dosis de placer y fascinación gracias al contacto con lo sublime. Sin embargo, hay otra postura que también nace del horror y rechazo a la realidad circundante, pero que se ve de cierta forma esclavizado a ella, incapaz de escapar o de eludirse, pues aún las formas de su imaginación, por fecundas y fantásticas que sean, no pueden diseminarse en otro objeto que no sea precisamente el ser humano, quizá porque para ellas la evasión fantástica puede resultar insuficiente o sólo un motivo para llegar a algo más. Es literatura de terror, aunque no se objetive en algo espectral y prodigioso, o al menos no como lo esencial, y más que horripilante resulta profundamente inquietante; incómodo, incluso. A ese tipo de literatura pertenece la obra de Shirley Jackson.

Fotografía de Gabriel Chazarreta

Escritora estadounidense de novelas, cuentos y ensayos, en vida alcanzó fama aunque no prestigio, reservado más bien a su esposo, uno de los críticos literarios más respetados y que hoy ha caído en el olvido bajo la creciente sombra de Shirley. Además de ser escritora fue madre y ama de casa, y en este caso lo segundo llegó a consumir tanto de su tiempo que resultan escasos los momentos que puede dedicar a la creación artística. Ella misma reconocía tener su casa repleta de cuadernos, hojas y plumas pues no gozaba de la tranquilidad necesaria para sentarse en un escritorio por horas para construir su obra, sino que lo tenía que hacer mientras preparaba la cena, alistaba a los niños, atendía a su marido, limpiaba la casa y escuchaba los reclamos sobre cómo no lo hacía del todo bien. Esas vivencias fueron plasmadas en algunos de sus textos más autobiográficos, que contenían su característica ironía e ingenio y que divertían a buena parte de sus lectores; sin embargo, al detenerse a pensar un poco en ellos, se puede ver tras el telón un fondo más delicado e incómodo. Hay un conflicto que trasluce esos escritos: Shirley asume su posición como ama de casa y vuelca su imaginación sobre los utensilios de cocina en los que reconoce dificultosas personalidades y trata de lidiar con ellas en una soledad infecunda que se ve bombardeada por las exigencias domésticas, y que deja de asumir como opresivas puesto que esa dinámica es algo esperado en el núcleo familiar, en el cual su lugar estaba ya delimitado. Las palabras de Virginia Woolf sobre el genio restringido resuenan aquí aunque no se trate ya de una autora que se esconde bajo un seudónimo masculino o el anónimo para publicar, y la situación se complica más en tanto que ella misma asume su propia restricción. Nos encontramos con una madre que asume su posición en la casa, cuida a los niños, se preocupa por la comida, la limpieza, la protección y procura no molestar a su esposo mientras realiza su importante labor intelectual; pero también nos encontramos con una artista de una sensibilidad y agudeza tal que sólo podrían resultar abrasadoras, una escritora que debe escribir entre quehaceres y mandados y lidiar con las críticas y reclamos de aquellos que se escandalizaron con sus textos a la par que veía su obra vilipendiada por otros. Y este conflicto, incluso fuera de esos relatos de humor ácido, puede rastrearse en las formas del horror que tomó su obra.

Ya sea en sus novelas, en sus relatos o incluso en sus escritos más autobiográficos, el mundo se presenta como un algo hostil habitado por bestias no menos aterradoras y crueles que las creadas por Lovecraft o Chambers, pero que no toman la forma de monstruos sino de personas simples, y es ahí donde radica el sutil pero intenso horror de Jackson: observa en el rostro de los otros el germen para sus propias pesadillas. La gran mayoría de sus protagonistas, aunque no todos, son mujeres, agudas y perspicaces pero doblegadas por la vida, la otredad y por sí mismas. Y la dimensión de la soledad que acosa a todos los habitantes de su terrible universo, nuestro mundo, es absoluta; la comunión, o incluso la más simple pero verdadera comunicación, es imposible. Essex y Arabella tienen un diálogo en El reloj de sol en el que ambos se confiesan y justo cuando creen estar llegando a un entendido se dan cuenta de que cada uno había estado hablando de algo completamente distinto. No son tan distintos los intercambios en Hill House, y esa distancia entre seres que jamás llegan a comprenderse, pero sí a juzgarse, adquiere consecuencias atroces y crueles en Siempre hemos vivido en el castillo. Sus relatos están plagados de mujeres y hombres, niños, ancianos, ricos y pobres, y todos encuentran en lo que está más allá de sí mismos la raíz y la objetivación de sus pesadillas. Y sí, hay asesinatos, sacrificios y tortura, pero ahí no radica la mayor dimensión del horror en Shirley Jackson.

En la magnífica novela, Siempre hemos vivido en el castillo, uno de los momentos más intensos y aterradores no es cuando el asesino finalmente se revela sino cuando el pueblo da rienda suelta a sus prejuicios e impulsos con la risa y energía de una fiesta. En El reloj de sol se preparan para el fin del mundo, pero lo siniestro no radica ahí —en especial si consideramos que, en realidad, la novela termina antes de que podamos saber si en verdad llegó—, sino que recae en las acciones de los personajes que se ven obligados a convivir mientras esperan la llegada de un nuevo mundo. También sus cuentos rebosan de ese giro de tuerca en la narrativa de terror: el siniestro relato de “La bruja” no introduce ningún elemento sobrenatural, y el objeto del horror llega a quedar incierto: ¿es el anciano que relata cómo asesinó a su hermanita pequeña o es el niño que, mientras su madre está ocupada con su hermana menor, escucha su relato fascinado? En “Paranoia”, narración que tanto recuerda a Kafka, el mundo entero se vuelve contra un hombre común y sin nombre, simple, sin motivo ni razón. ¿Es sólo la percepción del hombre o acaso las palabras finales de su mujer: “al final ha llegado aquí. Lo tengo”, las que confirman el peligro que el otro representa? Y, por supuesto, en su relato más conocido, “La lotería”: ¿en dónde recae lo terrorífico? Pues en la tranquilidad y cotidianeidad, en las pláticas casuales y los niños alegres que reúnen piedras en montículos, en los planes para la cena y las charlas de vecinos, todo mientras inicia el ritual anual de la lotería en el que una persona del pueblo será apedreada hasta la muerte.

Y de entre los tantos momentos inolvidables dentro de su obra, uno de los más reveladores, y que mejor resume aquel terror a la monotonía y al mundo, está en el genial giro que le da a su novela más conocida: La maldición de Hill House. En la novela conocemos a Eleonor, una joven tímida y solitaria que jamás ha tenido algún amigo o amor, y que de los sentimientos que otros despiertan sólo ha conocido el odio a su madre, a quien tuvo que cuidar por once años, a su hermana y, en menor medida, a su cuñado y su pequeña sobrina, que representan una familia común y ordinaria. No duda en irse a Hill House cuando el doctor Montague la invita para estudiar fenómenos paranormales en esa casa, y todo el camino a la gran mansión lo vive como el primer momento de verdadera libertad. Poco importa lo que sucede como tal en la casa. Si existe o no alguna presencia fantasmagórica ahí es algo que no se sabe del todo. La misma casa fue construida como una protesta a la realidad, y fue trazada siguiendo el patrón irracional de la mente retorcida de su creador: todo está ligeramente mal, un poco inclinado o chueco, de tal forma que, sin que sea perceptible a simple vista, todo está construido para que las puertas se cierren solas, las ventanas no den la vista que deberían y para que resulte imposible ubicarse en sus pasillos aún tras haberlos recorrido con anterioridad: “una obra maestra del retorcimiento arquitectónico”. Y es en esta casa es donde acontecen fenómenos tan extraños como peligrosos, y que llevan a la tierna Eleonor al borde de la muerte. Parece que la casa le afecta a ella más que a nadie, y por esa razón debe irse. No importa lo que diga, debe marcharse antes de que algo terrible suceda. Eleonor no sabe cuánto tiempo ha pasado ahí, no entiende del todo por qué todos quieren que se vaya, pero sabe que ella no quiere irse: nunca antes en su vida le había sucedido algo. “Y me gustó”, dice la desconsolada Eleonor, que prefiere estrellar su auto contra un árbol antes de volver al mundo exterior.

Así pues, el terror en Shirley Jackson no recae en los fantasmas ni en lo sobrenatural —existan o no fuera de la mente de los individuos—, sino en el hombre mismo. Aprisionada en una realidad conflictiva de la cual no podía librarse ni escapar construyó mundos en la cocina y la sala para sobrevivir a las tareas domésticas y hacerlas incluso algo querido; sublimó esa cárcel y su anhelo frustrado mediante una literatura que no podía tomar otra forma que no fuese la del terror. Pero sería un terror muy específico y sutil, inquietante cuando nos detenemos a pensar en sus alcances. Es el horror de lo cotidiano: la maldad innata en los otros —resulta curioso que algunos de los personajes más brutales y despiadados en su obra sean niños—, la crueldad disimulada bajo el manto de los modales y las buenas costumbres y que hoy en día identificamos con tantos -ismos, la soledad a la que nos vemos reducidos y el anhelo de algo, lo que sea, una caricia o compañía, o, ante la aparente imposibilidad de alcanzarlas o encontrar la satisfacción en ellas, algo que al menos atente contra esa monótona cotidianeidad, así sea algo terrible. Sus libros pueden contener fantasmas, asesinatos o profecías fatales, pero no son esos elementos aquellos que perturban el ánimo del lector sino la simpleza y naturalidad con la que son aceptados por los personajes, o más aún: por el placer con el que aceptan lo extraordinario, aún si es algo terrible, con tal de que suponga una tregua de su monótona vida. Ahí está el terror: en la vida cotidiana. Y es justo esa cotidianeidad en su prosa la que nos hace cerrar sus libros después de haberlos leído para descubrir que esa sensación de inseguridad y tristeza no nos ha abandonado porque lo que leímos no fue otra cosa que el retrato del mundo que nos rodea. El amanecer no puede disipar los fantasmas que acosan la obra de esta escritora pues los sitúa precisamente a plena luz, y para verlos no hace falta más que un espejo.

Sus últimos años de vida padeció de agorafobia, para la cual tomaba distintos medicamentos a los que añadía anfetaminas para bajar de peso; fumaba todo el tiempo y apenas salía de su casa por la ansiedad que la embargaba. Finalmente, Shirley Jackson logró escapar de la realidad a los 48 años mientras dormía.

Mauricio Mejía Romero

(Ciudad de México, 1995) Licenciado en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México. Escribe cuento y ensayo. Ha colaborado con las revistas Aion.mx y Punto de Partida.

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