Yo no soy nadie, pero nadie quiero seguir siendo. No soy nadie sino un fantasma de otro nombre y mismo apellido frente al solipsismo cansado de mi padre, que revive en mi silueta y mis hazañas las glorias pasadas, desterradas por la miserabilidad de las estaciones que se subsiguen y que enjaulan todo ser dentro de la cárcel inclemente de la imposibilidad.
No soy nadie en los escombros del útero desgastado de mi madre, estragado por el natural avance de la decadencia orgánica, que remembra todavía aquel pupilo idílico de semejanzas angélicas que nunca fui, ofuscada en su percepción por la bondad inmaculada de la maternidad.
No soy nadie en los ojos de mi querida hermana, que prende velas en el altar de los recuerdos para avivar una imagen mía carcomida por el tiempo nefasto que nos ha dividido, un daguerrotipo de un otrora olvidado por todos salvo por la magnificencia de la hermandad.
No soy nadie en los rostros desaparecidos de mis antepasados, cuya tez de pasas desapareció debido a la inflexible incumbencia de los gusanos, igual que su memoria de mí y del mundo.
No soy nadie dentro de la percepción variegada y heterogénea de los centenares de amores y amantes que fueron, que son y que han de venir, que van transformando mi figura y las pasiones que ésta había de generar a cada repique de la medianoche, rindiéndose sin pugnar a la eterna metamorfosis que escarmienta lo bueno, si es que hubo algo bueno, que a cada fin emprende su trasmutación hacia lo desagradable, lo erróneo, lo ínfimo, lo inútil, lo incierto, lo superficial, lo pasajero.
No soy nadie para las sonrisas generosas de mis amigos, algunos varados en un mundo que ya no me pertenece pero que en las noches de melancolías anhelo volver a exhumar, otros agarrados firmemente a la estela de bastimentos de rumbo indeciso pero esperanzoso, unos pocos más zarpados sin adioses hacia las tierras sin regreso dominadas por la voluntad de las parcas. No soy nadie sino miles de máscaras diferentes en sus evocaciones ocasionales de nuestras gestas memorables, nuestras borracheras desgraciadas, nuestros sufrimientos abisales, nuestras aventuras eternas, todas eternamente deformadas por el individualismo de las percepciones.
No soy nadie en el rebaño de mis coetáneos de aquí sino otra oveja sin pastor que busca amparo de los lobos famélicos de la incertidumbre, suplicando la protección de un futuro infame, aún más malvado que las fieras que huelen mi rastro. Pero no soy nadie tampoco para mis coetáneos de allá, sino otro peregrino procedente del hemisferio bronceado del globo, cuyos problemas abarcan la mera esfera de la superficialidad de la existencia. No soy y no seré nadie en la memoria de una entera generación de inexistentes, caracterizada por la precariedad de la falta de origen, rumbo y eje, sino otro débil y fugaz granito de arena, empujado a la deriva por el soplo de los céfiros. Otro naufrago que terminará esclavizado por la tiranía de los modelos sociales, desperdiciando en labores despreciables y asentimientos dóciles el milagro de la existencia, convencido de poder entregarle un sentido material inexistente a la insensatez del ser.
No soy nadie para la tierra fértil que me escupió en el mundo y el mar impetuoso que me empujó a andar a dos patas, demasiados ocupados a amamantar su grey de hijos necesitados para preocuparse de los que se fueron perdiendo, abandonando su cuna, pues la ciudad está familiarizada con las despedidas y ya no puede con la nostalgia de los que se fueron. No soy nadie tampoco para el continente que me enseñó a erguir la espalda y que ansío volver a vivir, para su naturaleza abrumante, para sus metrópolis paquidérmicas y sus pueblos perdidos, para sus ríos de océano y sus mares caníbales, para el aullido de sus selvas y para el silencio de sus desiertos, para sus días de garúas y aguaceros y para sus noches estrelladas, para su gente multicolor y sus miles de vidas distintas. No soy nadie sino otro transeúnte que se asomó a su inabarcable magnitud, pues el continente desilusionado conoce bien el pasmo repentino que su descubrimiento genera en los forasteros, y ya es viejo para creerse otra promesa de amor desesperado, por veraz y sincera que sea.
No soy nadie mientras mis sentidos juegan a embriagar mis sensaciones. Se percatan del entorno, pero confunden su procedencia en los laberintos desconocidos de la memoria. El olor de la madera ardiente evoca chimeneas navideñas cuyo calor se une a la humedad oprimente de las noches del trópico, y entonces las mesas ahítas de familiares sin rostros se transforman en mesetas de arrecifes variopintos, y la noche cálida y la espuma de un mar manso se proponen clementes de acunar mis sueños renuentes, que de lo contrario se hundirían en el insomnio fomentado por la melancolía de la lejanía. Los escalofríos invernales ya no remandan a las madrugadas gélidas a la espera de un bus repleto, sino al desaliento y a la sorpresa de las cumbres andinas, y mis manos se estiran para rozar una piedra de infinitos ángulos cuya ságoma tambalea en la confusión de mis recuerdos. Hasta las caricias sinceras se pierden en la remembranza de otras manos que paliaron mi zozobra en otros páramos. Y sin embargo. Sin embargo no estoy ni aquí ni allá, sino estancado en el caos apátrida que enriqueció pero desasosiega mi ser.
No soy nadie para la vida sino una infinitesimal y temporánea partícula dentro de su milenario existir, y ni las más entrañables hazañas me asegurarían un lugar en su atiborrada y corta memoria. No soy nadie para la muerte, que a pesar de sus esporádicas caricias rehúsa englobarme definitivamente en su abrazo frío.
No soy nadie mientras mi figura se refleja en un espejo cualquiera, y el reflejo se graba momentáneamente en mis pupilas, transformando uno en el espejismo del otro, confundiendo la realidad de mi imagen con la ficción fotográfica de mi reflejo. Las imágenes se acumulan en los estantes de mi percepción y van transformando la siguiente silueta que se deparará vulnerable y escurridiza, a la merced de mi interpretación de mí mismo en un vidrio borroso, y variará aún más según factores externos que influenciarán mi visión de lo que soy, lo que era y lo que anhelo ser. La única certeza son las ilusiones edificadas por mi ego.
Soy nadie en el momento en el que apago la luz y mi silueta se confunde en la sombra de la noche sin estrellas que atraganta mi pieza. Ahí mis pensamientos se vuelven mantequilla y mi actuar, domesticado por mi propio ser, se amansa tácito, se calla, se aparta, rindiéndose a las tinieblas que revelan mi idiosincrasia. Es en este entonces que mi persona se despoja de las máscaras y los trajes, se desnuda de las prendas y los adornos, reniega las ideas y los teoremas, y se vuelve simplemente él. Sólo es ahí, relegado en lo invisible que la obscuridad concede, que logro volverme nadie. Y esto es lo que quiero ser.
Giacomo Perna
Nací en Nápoles, Italia (1993). Me gradué en la Università degli studi di Napoli “L’Orientale”, presentando una tesis sobre la relación entre realidad y ficción en la obra “Cien años de soledad”. Actualmente estoy estudiando un Máster de Literatura en la Universidad Libre de Bruselas, Bélgica. Cuento con un libro publicado en Italia por la editorial Bookabook, cuyo título es Caffé Nudo. Desde hace un tiempo me deleito escribiendo en español.