Para María del Carmen Álvarez Menéndez
La llegada de la tercera de las estaciones, con sus colores y sus tristezas –los días, al hacerse más cortos, se hacen recuerdo de la muerte–, había traído encantos especiales a la arboleda, que, escondiendo el barro removido y las humedades de la hierba bajo la umbría, sentía el latigazo del viento y dejaba la hojarasca amarillear.
La fuente esperaba, callada, en las primeras madrugadas de escarcha, la llegada del alba, y, ya con el alba, miraba los cristales de hielo que cubrían los prados, verdes como ellos solos en un universo que se vestía de pardos y rojizos, de colores varios y diversos, por donde crecían, entre verdes eucaliptos, casi azulados, los castañares y el roble.
Pero los cazadores suelen estar en pie antes de esas horas, y, antes de esas horas, los disparos y los ladridos de los perros se hacen parte de las sinfonías de un otoño encendido que se derrama con la alegría y la despreocupación, como si toda su plenitud no fuera un aviso de una decadencia inevitable, triste y violenta que, con tempestades y hielos, nos confinaría en nuestras casas.
Pero, posiblemente, a los árboles, aletargados en su existencia vegetal, les importen poco el aire, la helada y las escarchas, ya más frecuentes para un noviembre que bosteza melancólico, que llora melancólico las lluvias del momento y que se ofrece a los niños de las escuelas como el inicio del año, porque, para ellos, el año, comienza con el curso.
Y, donde mana la fuente, siempre serena, comienza el bosque, comienza la belleza de esos bosques densos y pequeños en los que un muchacho puede imaginar de todo, desde el aquelarre de las brujas en el claro, al llegar la medianoche del viernes –escuchando los cantos agoreros de las aves nocturnas–, hasta los duendes y gnomos que tienen su morada en los primeros níscalos.
De pronto, el cielo está nublado y amenaza, pero la poesía, criatura vivaracha que se oculta en los detalles más humildes, aguarda y nos escucha, nos atiende, nos invita, en todo caso, bajo ese cielo encapotado, a hacernos bosque, a ser parte del bosque, a enamorarnos de esta Asturias mágica y llena de hechizos y misterios que nos abre el corazón de sus bosques.
Es tiempo de fe en la poesía, de versos y sonetos mientras llueve, más allá de los cristales, si acaso no graniza, si no es capricho de la helada dominar estos paisajes con su abrazo muerto y la belleza de ese beso que acuchilla, entre los pálidos colores que integran al paraje en un ensueño extraño y antojadizo, como si de un espejo se tratase.
Pero hoy la tristeza quiso adueñarse de mi pecho, y, desde la mañana, me oprime la ausencia de una parte de mí mismo, imponiendo los pensamientos más extraños y la conciencia cierta de que el otoño –el invierno luego–, como la muerte, serán propios del paisaje de nuestros ojos, llenarán nuestros ojos, nos harán vacío.
Y no siempre es el prolegómeno de la muerte ni la conciencia barroquizante de que todos, lentamente, nos vamos marchitando, de la que envejecemos, con o sin vergüenza –envejecer entraña, implícitamente, una humillación–, lo que me hiere e incomoda, sino el recuerdo de esa madre que voló como lo hacen las aves migratorias en día que se apaga el verano.
Muchas veces, la ausencia habla de sí misma, dentro de nosotros, en primera persona, eterna dictadora de nuestros sentimientos, haciendo que recordemos a gente que nos era imprescindible como el aire sin el cual no podemos existir, ni ser, ni sentir lo que sentimos, cuando somos o cuando existimos en esta vida nuestra.
Por eso llegan estos versos a deshora:
Soneto I
Me hiere con la escarcha esta mañana
que gusta de perderse en el camino,
que corre como el alba a su destino,
sabiéndose del mundo soberana.
Me hiere con su luz, siempre lozana,
y el brillo que en sus hielos adivino
se torna, cuando quiere, peregrino
que besa la hermosura más temprana.
Y siento que es un verso de prudencia
el verso que se escapa de mi mano,
mirando cómo nace el nuevo día.
La luz de la mañana fue la ausencia
que vino delatando el verso vano
que trajo su fatal melancolía.
Soneto II
Dejad que vuele al aire en que deshizo
su voz el alma misma en la firmeza
de ser aire en el aire, si es que reza
del alba el brillo claro y primerizo.
Dejad que en los cristales el granizo,
hermano del invierno y su belleza,
nos diga que la pena y la tristeza
mancharon los colores del hechizo.
Dejad que vuele lejos, al vacío,
el llanto de mi pecho, donde brota,
que sabe darme paz en el trasiego.
La pena, la tristeza, el pecho mío,
el alma, aire en el aire, y la derrota,
me arrancan con dolor este sosiego.
Soneto III
Nos hizo que, al dejarla a su destino,
sintiésemos el peso en que murmura
el llanto de una dura quemadura
que llora como un salmo mortecino.
El hielo de un enero en el camino
me dijo que llorara con premura
la muerte que en sus brazos apresura
el beso de la muerte peregrino.
Murió la noche, hirió la madrugada
la llama de la aurora en su castillo,
señora de la bóveda y la altura.
El lienzo de la risa pronunciada
por el color del alba se hizo brillo
que pudo regalar más hermosura.
Y, ahora, en el descanso que viene siempre, después del desahogo que supone llenar unas cuartillas, todo es mirar y perder la vista en estos paisajes que me hablan de mí, de mi decadencia, de la enfermedad que me consume y que nos hiere a todos, saboreando la belleza del tiempo que, a la par que nos mata, nos regala sus frutos curiosos.
Todo es mirar la tristeza del paisaje, hablar de los árboles y el fuego que se enciende en los follajes que derrota con su sonrisa la voz del viento, mientras mantienen su dignidad notoria, aunque no con más belleza, los pinos y los eucaliptos, verdes como el verano, pero también sacudidos por la violencia del viento, si miro desde la ventana del salón.
Y miro desde la ventana del salón: la altura de los cantiles, la majestuosidad de los montes lejanos, los cabos sobre el mar, el día despejado y el aire que no para ni un momento me hacen soñar con un cielo que no existe –que no puede existir para los hijos de este mundo desolado–, un cielo desde donde ella, con las abuelas nos mire a todos con alegría.
José Ramón Muñiz Álvarez
Nació en la villa de Gijón y sigue residiendo en Candás (concejo de Carreño). Su infancia transcurre de manera idílica en dicho puerto, donde pasa su juventud hasta el término de sus estudios. Licenciado en Filología Hispánica y especialista en asturiano, vive a caballo entre Asturias y Castilla León, comunidad en la que es profesor de Lengua Castellana y Literatura. Su afán por las letras y las artes lo ha llevado al cultivo de la poesía.