“El Feroz Leandro”, un pirata enamorado

Imagen Laurent Graff cuento El Feroz Leandro - Eva Brito
Óleo «Laurent de Graff». Siglo XVII

A principios del siglo XVI la monarquía hispana se preocupaba por poblar sus nuevos territorios en América, mientras sus enemigos gestaban actividades piratas como consecuencia de su desventaja y descontento ante la nueva distribución del mundo. Inglaterra y Francia subsidiaron expediciones de corsarios que atacaban las colonias hispanas. Holanda se sumó a la disputa del Caribe, en un inicio a través del comercio, hasta que los ibéricos impusieron fuertes restricciones mercantiles y se lanzó a la disputa ilegal en los océanos.

Un sitio atractivo para los malhechores del mar fue la villa de San Francisco de Campeche, primer puerto español ubicado en la península de Yucatán. Aquí atracaban los barcos procedentes de La Habana para suministrarse de recursos y continuar su viaje a Veracruz. Los asedios piratas iniciaron en 1560 y se repitieron hasta principios del siglo XVIII. Más de 200 años de valiente resistencia a las agresiones y la construcción de un sistema defensivo que amuralló la villa, se convirtieron en quehaceres fundamentales de los nuevos colonos.

Laurent de Graff, conocido como Lorencillo, fue uno de los más temidos bandidos. Había sido miembro de la armada de Flandes, pero se pasó al bando de los delincuentes y dio rienda suelta a su crueldad. Las costas americanas e islas caribeñas que tuvieron la desgracia de ser asaltadas por sus hombres, vivieron la violación de mujeres, tortura y asesinato de pobladores sin discriminación de edad ni sexo. La villa campechana no fue la excepción, sufrió su asedio en varias ocasiones.

La segunda y más dolorosa aparición de Lorencillo fue el 6 de julio de 1685, quien atracó con una gran fuerza militar compuesta por diez navíos grandes, seis balandras, un barco luengo y 22 piraguas. Desembarcaron y se dirigieron a Mérida con cerca de 300 prisioneros para pedir rescate a las fuerzas españolas, pero al no recibirlo regresaron a la pequeña villa y degollaron a nueve de ellos en la plaza principal, frente a los asustados colonos. Mientras tanto, varios de los piratas se fueron a saquear templos.

“El Feroz Leandro”, como le decían sus compañeros de oficio por la bestialidad que caracterizaba sus acciones, se dirigió al templo de “Jesús Nazareno”. Este inmueble construido en 1580 para dar servicios religiosos a españoles, mestizos y esclavos de origen afrocaribeño se localizaba a dos cuadras de donde el despiadado Graff hacía de lo suyo.  

Cuando entró a la nave del templo se dirigió directamente al altar mayor en busca de los objetos litúrgicos. Pero no desaprovechó el tiempo, pues iba arrancando joyas a las imágenes sacras que encontraba a su paso en los nichos laterales y guardaba con agilidad sorprendente en su viejo bolsón de cuero. Algunas de las esculturas caían y se partían en pedazos: rodaban cabezas de frailes, manos de santas arañaban el suelo y niños dioses lloraban desconsolados.  

Cuando Leandro llegó a su meta forzó la cerradura del tabernáculo con su daga y se abrió la puerta para dejar al descubierto el oro deslumbrante del cáliz. Lo tomó y guardó. Suspiró satisfecho de su hazaña y levantó la cabeza, cuando su mirada se cruzó con la de la mujer más hermosa que jamás había visto. Una fémina de piel bronceada, larga y sensual cabellera ondulada, ojos redondos y bien abiertos de mirada profunda, nariz recta y una boca pequeña, pero con labios esponjados que invitaban a besarla. Su vestido no era blanco como símbolo de pureza, ni azul aludiendo al paraíso celestial, sino rojo como la pasión, con bordes finos y dorados. Sus aretes y collar de perlas plateadas enmarcaban ese rostro único, dulce y provocador al mismo tiempo. Sus manos se unían con las palmas de frente, a manera de estar orando. Pero Leandro, extasiado por la imagen, las interpretó como la súplica de que la llevara con él y así lo hizo. Y tal vez no estaba equivocado.

El pirata tomó con sumo cuidado esa pintura al óleo de pequeño formato de la imagen mariana, se quitó la chaqueta vieja y sucia para envolverla y la metió en su bolsón. Se fue directamente al barco lo más rápido que pudo para depositar su botín en su camerino, pero más que nada, para poder apreciar una vez más y solo, su principal tesoro. Durante el día escondía celosamente el cuadro entre sus ropas y, en las noches, lo colocaba sobre su pequeña mesita, de forma tal que pudiera apreciarla desde su cama.

Las primeras noches Leandro no durmió, solo la contempló y, claramente, se percató de que ella tampoco le quitó la mirada. Después de una semana se atrevió a recorrer su hermosa cabellera con la punta de su índice, después acarició sus mejillas y, finalmente, se atrevió a rozar sus labios que impregnaron de humedad su dedo. La tercera noche el pirata acercó el rostro a la superficie del lienzo y pudo sentir la textura de la tela del vestido y también inhalar el aroma de pureza. Emocionado se durmió arrullado por el sonido de la respiración agitada de su virgen y soñó que conocía el amor.

A principios de septiembre, después de 56 días de ocupación y aburridos de tanta barbarie, los corsarios decidieron embarcarse. Leandro estaba feliz de zarpar, por primera vez, acompañado. Había desaparecido esa sensación de vacío que sentía siempre cuando se alejaba de las tierras donde ponía en práctica sus fantasías más cruentas. Se instaló en su camerino, sacó de su escondite a su imagen virginal y le platicó que empezarían juntos su travesía por el mar. Pero lejos de ver feliz a la mujer, notó en ella un brillo de ojos que parecían estar a punto de desprender lágrimas. Entendió que ella no quería alejarse de su lugar de origen, pero al mismo tiempo demostraba que no quería separarse de él.

Esos minutos de incertidumbre fueron eternos para el pirata feroz, mientras veía que su barco se iba alejando de la costa. Primero, en un desplante egoísta, pensó en llevar a su musa con él en contra de su propia voluntad. Después, en un acto de misericordia, creyó que lanzarla al mar sería buena opción, al final alguien la rescataría; él no sería feliz, pero ella sí. Finalmente decidió apostarle al amor, así que tomó su bolsón con ella dentro, algunas de las joyas robadas para garantizar el inicio de una nueva vida, se quitó la vieja chaqueta y se lanzó al mar. Nadó tratando de aguantar lo más posible con la cabeza sumergida para que los corsarios no lo vieran y le dispararan como lo hacían con los traidores. Se escondió entre rocas mientras las naves se alejaban y entrada la noche nadó hasta la playa.

Fotografía Carlos Abraham del cuento El Feroz Leandro
Fotografía de Carlos Abraham. Autorizada por el autor para ser publicada en este texto.

Sin embargo, no se dio cuenta que un vigilante ubicado en una de las garitas de la muralla descubrió su llegada. El soldado empezó a tocar las campanas de emergencia y señaló el lugar en el que Leandro fue inmediatamente apresado. Le quitaron el bolso, lo amarraron de pies y manos y a rastras fue llevado al presidio de la villa. El lloraba, no por su captura, sino porque lo habían separado de su amada imagen virginal, a la que veía alejarse en manos de los guardias.

Encerrado, maltrecho y sin querer comer la pésima y poca comida que le proporcionaban, el pirata vio aniquilado su sueño de una nueva vida. Después de días que le parecieron eternidades, finalmente fue trasladado a los calabozos de la Santa Inquisición ubicados en el Baluarte de San Pedro. Pero a él no le importaban sus condiciones, estaba preocupado por el destino de su fémina. Su estado de indiferencia, la mirada perdida y la falta de atención a su propio estado hicieron creer a los inquisidores que estaba demente. No obstante, debía ser llevado a un juicio por hereje, por el delito de la injuria cometida por el robo de la pintura sacra.

Ataviado con el sambenito fue paseado por la plaza principal de la villa campechana, con un pregonero que anunciaba su delito, ante la burla y reproche de los espectadores mientras otros rezaban o hacían intentos de exorcismo al delincuente. Frente a la fachada principal de la catedral estaba la mesa con los jueces inquisitoriales, todos ellos franciscanos, con sus hábitos cafés y la capucha cubriéndoles gran parte del rostro. Leandro fue postrado ante ellos, cayendo hincado con el rostro viendo al suelo. Los religiosos le ordenaron levantar la mirada y en ese momento él sintió que le volvía la vida.

Ahí estaba ella, su virgen, su musa, su amada, sobre la mesa, de frente a él, y como aquella primera vez, ambos se miraron fijamente. Todo a su alrededor se desvaneció y ni siquiera escucharon que los jueces anunciaron su tortura y muerte, señalando que sería enfrente a la misma virgen para que ella se sintiera satisfecha de que su depredador sufriría el merecido castigo.

Descubrieron la espalda de Leandro y empezaron los latigazos: diez, cien, mil, hasta que su sangre corrió como río frente a la alegría histérica de los espectadores y la morbosidad satisfecha de los religiosos. Se desvaneció en el piso, pero no dejó de verla, ni ella a él. Los verdugos lo levantaron y llevaron a la picota, donde lo amarraron para dar fin a la sentencia. Leandro sintió gran alivio, no porque se aproximaba el fin de su tortura y sufrimiento, sino porque iba a morir por amor, en su intento por hacerla feliz. Cuando lo colgaron no cerró los ojos, sus pupilas apuntaban a las de ella.

Los jueces suspiraron de placer, con la morbosidad complacida, con el sentimiento de superioridad moral ante el castigado, con el poder que ganaban con esos actos ante los devotos. Uno de ellos tomó la pintura de la virgen, se persignó ante ella y le susurró: Santa Madre, puede usted estar tranquila ahora, hemos castigado a su secuestrador. Hemos hecho justicia a su nombre. Ahora podrá volver a su recinto para ser venerada por sus creyentes. La pintura volvió a su lugar, pero su mirada no fue la misma. Dicen sus devotos que perdió el brillo de sus ojos, que su carisma desapareció, que contagia tristeza y dolor, que perdió su vitalidad y que, incluso, hay quienes la han visto llorar.

Fotografía de Carlos Abraham. Cuento de Eva Brito - El feroz Leandro
Fotografía de Carlos Abraham. Autorizada por el autor para ser publicada en este texto.
Eva Brito
Eva Brito

Originaria y habitante de la ciudad de México. Licenciada en Restauración de Bienes Culturales Muebles y doctora en Estudios Mesoamericanos; investigadora en el Instituto Nacional de Antropología e Historia dedicada a estudios sobre identidad y patrimonio cultural. Asidua lectora y aficionada a la escritura de cuentos.

13 Respuestas a ““El Feroz Leandro”, un pirata enamorado”

  1. Katy D’Oporto Almazán

    Hermoso relato bellamente detallado y como corolario, las ilustraciones, obras de arte que hacen honor a esta triste historia de amor y muerte. Gracias a la autora y al fotógrafo por regalarnos una imagen diferente de la historia.

  2. Gracias por tus comentarios Katy, fue increíble crear una fotografía para una historia, que después al tener la fotografía la historia se modifica un poco para así lograr ese conjunto integral de Cuento con Imagen.

  3. Muy bien narrada y situada en época.Facil lectura.El Malvado Leandro era un ser diabólico.La forma en que recibió su castigo, me remonta a la Inquisición,no es posible torturarlo frente a la imagen de la Virgen.En fin historia,leyenda, me gustó mucho,las fotografías impresionantes,en especial la última aunque sobrecogedora es muy la mejor.
    ¡Felicidades!

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